El anuncio del gobernador Miguel Barbosa Huerta sobre la limpia que emprendió en el transporte público en Puebla debe entenderse más allá de la simple palabra modernización, la cual queda muy chica ante lo que se pretende conseguir.
Para tener claridad debemos partir de la apuesta del mandatario por construir un nuevo régimen en la entidad, el cual goza de cabal salud y ha tenido sus expresiones más evidentes en la reestructuración del círculo rojo, la clase política, la iniciativa privada, la seguridad pública, el ejercicio de gobierno, el cobro de cuentas con el pasado, el tipo de administración, entre otros.
Desde el inicio del actual gobierno se apostó por un cambio radical en el complejo sector transportista. Miguel Barbosa asumió el costo de incrementar la tarifa bajo la condición de que se impulsara una transformación en beneficio de la ciudadanía. El problema es que se atravesó un bribón secretario de Movilidad y Transporte que echó todo por la borda, se dedicó a hacer negocios y hoy está siendo investigado para que pague por sus pecados.
La ineptitud de Guillermo Aréchiga Santamaría, aparejado a la pandemia que congeló muchas actividades públicas, generó un costoso retraso para la implementación de la política pensada para mejorar las condiciones de todo el sector. El objetivo era crear, por primera vez, un sistema de transporte público, pues lo que existe actualmente es un Frankestein de política pública que ni ayuda, ni se hunde y menos se destraba.
Sin pretender descubrir el hilo negro, el actual gobierno del estado decidió ir al fondo del problema: la corrupción. Sin esta no puede entenderse la existencia unidades pirata, concesiones irregulares, derroteros establecidos por capricho de unos cuantos o por la supuesta ineptitud de las autoridades, así como tampoco la resistencia para que se cambie el paradigma de la política pública para el sector.
Como lo comenté en otra entrega, el transporte público es el vivo reflejo de nuestra falla como sociedad en la atención de la pobreza, la desigualdad, la ausencia de una modernidad incluyente y la definición del tipo de ciudad y estado que queremos.
Atacar de tajo la corrupción permitirá entender hasta dónde llegan los lazos de complicidad y cortarlos. Se dice fácil, pero no es así. Se necesita mucha valentía, los pantalones bien fajados, oficio político, conocimiento de la ley y una autoridad que no le tiemble la mano para aplicarla.
Otro de los factores que pretenden constreñir la acción de gobierno serán los resultados que arrojen los estudios de movilidad que mandará a hacer el gobierno del estado. Este mapa estatal definirá el cómo, dónde y por qué de los cambios en el transporte de las regiones. No es dar concesiones a diestra y siniestra; eliminar las que ya existen para premiar o castigar a un grupo, sino entender la demanda real de cada región y, entonces, sí impulsar un desarrollo armónico.
El sur de la ciudad de Puebla es un claro ejemplo. Nadie a ciencia cierta puede decir si son necesarias las rutas que allí circulan, algunas catalogadas como auténticas mafias; qué se requiere para mejorar las condiciones y cuál es riesgo al que se enfrenta la autoridad y los ciudadanos. La telaraña de unidades que circulan por esa zona son un vivo ejemplo del caótico desarrollo urbano de la ciudad, la corrupción imperante y el nivel que tenemos como sociedad, nos guste o no.
Es por eso que la apuesta de Miguel Barbosa no está centrada en una modernización del transporte. Se trata de establecer un nuevo régimen en el sector transportista que derive en un sistema funcional, armónico, eficaz, equitativo y que impulse el desarrollo.
Es ahora o nunca.
El tipo de modelo de transporte que tiene una ciudad habla mucho de sus habitantes, pero aun más de sus autoridades.