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jueves, noviembre 21, 2024

Futbol, muertos y dinero

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El futbol es una de las herramientas más importantes que el Estado tienen para influir en las pautas de comportamiento social. No es gratuito que este deporte sea, en buena medida, uno de los principales indicadores del pulso social que vivimos.  

Para todas las ciudades, en mucha o poca medida, el futbol es el ritual en el que confluye el inconsciente colectivo, rasgos de identidad comunitaria, la recuperación de los últimos resquicios del tejido social.  

Hay sitios como Torreón en donde el triunfo o la derrota influyen en la productividad laboral, de ahí la importancia máxima del desempeño correcto de la escuadra. Aún recuerdo cuando en 1998 El Capitán Furia, Alfredo Tena, nos platicaba a los reporteros de deportes sobre la importancia social de un equipo de futbol. Eran tiempos en que las entrevistas terminaban con pláticas de sobre mesa. Como americanista, el exdirector técnico de Puebla nos explicaba que, a veces, el saludo a un aficionado era determinante para cambiarle el ánimo toda una semana.  

El futbol, además, es la válvula de escape por excelencia de la presión social ante la radicalización de la violencia, la carencia económica, la desesperanza, el hartazgo. Hay aficionados que ponen en un equipo de futbol su bagaje emocional. El triunfo o la derrota determina la actitud del sujeto en su interrelación con los demás. Hay estudios que advierten de posibles vínculos entre la violencia intrafamiliar y la violencia callejera con la percepción de los individuos sobre su equipo local.  

Un paso más adelante, la identidad centrada en los colores de un equipo es un síntoma de pertenencia y arraigo. Las porras, como antes conocíamos a los grupos de fanáticos futboleros, eran comunidades extendidas que en el estadio tejían un nuevo espacio de convivencia social. En Puebla es imposible no haber escuchado de Pepe Grillo, aficionado de mil amores de los equipos locales de deportes (futbol y beisbol) y aduana imposible de saltar en la influencia en los aficionados.  

Al surgir las barras -un modelo argentino- en México algo cambió para siempre. Las porras, más familiares, oportunidad de escapada para los compadres, mutó a un entresijo de pasiones y sentido de pertenencia de un grueso sector de jóvenes que, desde hace por lo menos una década, habían visto perdida su esperanza de vida.  

La barra, entonces, se convirtió en uno de los lugares por excelencia de la pandilla. La pandilla mutó a las bandas delictivas con diversidad de delitos y, posteriormente, a las células del crimen organizado. El futbol, una vez más, mostraba el grado de descomposición social que nuestro país vivía y que muy pocos estaban dispuestos a aceptar.  

La barra es en la actualidad el último tejido social en muchas ciudades del país. La pasión deriva en división de los contrarios y los colores son el pretexto para cobrar viejas deudas o históricas diferencias entre bandas de cada ciudad. El estadio, así pues, se convierte en el territorio defendido. En Jalisco, Atlas y las Chivas tienen añejas disputas. En Nuevo León, los Rayados y los Tigres viven una situación similar. En la Ciudad de México, Pumas y América disputan espacios territoriales imaginarios a través de una casaca. 

Lo que pasa en el futbol es nuestro reflejo como sociedad, nos guste o no. Lo visto en el estadio La Corregidora es un indicativo de nuestro pulso social. Es el espejo en el que no nos queremos vernos. Es más fácil decir que son un grupo minoritario de delincuentes disfrazados de hinchas que se deben encarcelar.  

Lo que vimos fue un auténtico linchamiento, matizado por los colores que representan a un equipo. Los Gallos lincharon a los Zorros porque existe la presunción de que arremetieron contra algunos de sus integrantes. La pregunta no es por qué pasó sino cómo es que no lo vieron. Ya había indicadores, focos rojos. Nadie hizo caso.   

Hay un punto fundamental que nos puede ayudar a explicarnos el auténtico fondo del problema. No es el único, pero sí uno de los más sintomáticos. El futbol, principalmente, es un negocio. Un lucrativo, escandaloso y asqueroso negocio que genera miles de millones de pesos anualmente. 

Ahí, el futbol se convierte en un espectáculo, una industria redituable en la que todos participan: desde el más jodido hasta más el riquillo. Y en un bussiness de esta magnitud, la violencia es mala para el mismo negocio.  

La violencia en los estadios comenzó a ser un problema que llamó la atención de las autoridades ante la inacción de los directivos de la liga. Fue así que surgió el pomposo término de Estadio Seguro, la política implementada para erradicar esta situación. 

En 2020, la periodista Andrea Saint Martin Parada realizó un trabajo magnífico denominado Del estadio a las calles: La violencia en el futbol mexicano, en el que a mi parecer ofrece la clave neurálgica del problema. Cito su obra con la que obtuvo su grado de maestra en periodismo en el CIDE:  

“Estadio Seguro no logra su cometido porque la única forma de sancionar a los clubes que no lo cumplen es a través de multas o vetos a los estadios, lo que no representa una pérdida significativa para ellos, ya que obtienen la mayor parte de sus ganancias de derechos televisivos, venta de mercancía y acuerdos con otras marcas. 

“La Federación (Mexicana de Futbol) tampoco exige que los equipos sigan con las reglas establecidas en el protocolo porque prefieren quedarse con el dinero de las multas para su beneficio. Esto provoca que no se intenten implementar las soluciones que se plantearon para erradicar la violencia entre barristas, como la credencialización de grupos o escolar sus caravanas para garantizar que no choquen con rivales. 

“Finalmente, aunque se tengan ubicadas cuáles son los barras bravas, las autoridades futbolísticas prefieren no darles voz ni voto en la prevención de la violencia, para que éstas no tengan la suficiente fuerza para en un futuro ir en contra de lo que establezcan”. 

Los dueños de clubes o las autoridades de la Liga MX tampoco pueden decir que están desamparados porque en 2014 se modificó la Ley de Cultura Física y Deporte para que se castigue de seis meses hasta cuatro años de prisión y de 10 a 60 días de multa, a quienes participen activamente en riñas dentro de los estadios.  

Sin embargo, esa reforma no fue producto de una disputa entre barras sino a que, en ese año, aficionados de Chivas y Atlas chocaron violentamente y eso derivó en arremetieran contra policías estatal que pretendían impedir la refriega. En ese año, en las televisoras no dejaban mostrar las imágenes de policías abatidos, algunos incluso en grado catatónico.  

Los presidentes de clubes son uno de los grupos más poderosos del país. De ellos depende, en una buena medida, el desfogue social y correcta canalización del hartazgo, pero su desempeño siempre ha estado bajo escrutinio y escándalos. Cuántas historias no conocemos de que gobernadores son los dueños no oficiales de los equipos de futbol. O las historias de desvío de recursos, lavado de dinero y hasta participación del crimen organizado. Por un tiempo, los equipos eran los clientes favoritos del Sistema de Administración Tributaria y los jugadores con obscenos salarios.   

El complejo tema del futbol no es una trivial aseveración de blanco y negro, buenos y malos. Al igual que el país, la forma en que está organizado es un reflejo de la impunidad, la disparidad, la complicidad, la corrupción y la réplicas de todos aquellos males labores: nula sindicalización, violación de derechos humanos; piezas reemplazables a las que primero hay que sacarles mucho jugo; un individuo como objeto generador de riqueza.  

Nos espantamos, nos quedamos absortos, condenamos la violencia ocurrida en La Corregidora, pero el resto de los días la realidad está frente a nosotros y preferimos darle la espalda porque no es el espejo en el que nos queremos mirar.  

En septiembre de 2008, Mario Vargas Llosa lanzó uno de los análisis más lúcidos e inteligentes de los últimos años: La civilización del espectáculo. En el ensayo, el premio Nobel advertía sobre el problema del futbol y su vínculo perverso con el espectáculo:  

“Un partido de futbol puede ser desde luego para los aficionados –y yo soy uno de ellos– un espectáculo estupendo, de destreza y armonía del conjunto y de lucimiento individual que entusiasma y subyuga al espectador. Pero, en nuestros días, los grandes partidos de futbol sirven sobre todo, como los circos romanos, de pretexto y desahogo de lo irracional, de regresión del individuo a la condición de parte de la tribu, de pieza gregaria, en la que, amparado en el anonimato cálido e impersonal de la tribuna, da rienda suelta a sus instintos agresivos de rechazo del otro, de conquista y aniquilación simbólica (y a veces real) del adversario.  

“Las famosas ‘barras bravas’ de ciertos clubes y los estragos que han provocado con sus entreveros homicidas, incendios de tribunas y decenas de víctimas muestra cómo en muchos casos no es la práctica de un deporte lo que imanta a tantos hinchas –casi siempre varones aunque cada vez haya más mujeres que frecuenten los estadios– a las canchas, sino un espectáculo que desencadena en el individuo instintos y pulsiones irracionales que le permiten renunciar a su condición civilizada y conducirse, a lo largo de un partido, como miembro de la horda primitiva”.   

¿Lo ocurrido en La Corregidora es solo una caso de vándalos? 

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