Guillermo Pacheco Tabe es un ser extraño. Por sus venas corren gustos por el dinero fácil, la corrupción, el amor por los caballos y la charrería, así como su admiración por delincuentes profesionales.
Antes del interinato, en el que hizo y deshizo a placer, nadie daba un cacahuate por el junior. Por eso cuando su abuelo llegó a la gubernatura de Puebla supo que era su oportunidad para amasar una fortuna. A espaldas del patriarca metió mano en contratos, licitaciones, adjudicaciones para favorecer a propios y extraños, siempre y cuando participaran con su respectivo moche.
El ansia por brillar llevó a Guillo Pacheco a confundir el negocio al amparo del poder con la extorsión. Más de una vez se metió en problemas, más de una vez tuvieron que intervenir sus más allegados para salvarle el pellejo.
Una de esas torpezas, por ejemplo, lo llevaron a exiliarse por decisión propia. Dejó Puebla y se entronizó en Estados Unidos. Antes, nos dicen diferentes fuentes, tuvo que recurrir al auxilio del otrora operador estrella de morenovallismo —hoy preso en un penal federal— para que fuera liberado de sus captores, quienes le exigían pagar por sus fechorías. Otro junior, cómplice de sus correrías, intervino para pedir el favor.
Con la llegada de Miguel Barbosa Huerta a Casa Aguayo, la fiesta se terminó para Guillo Pacheco. Quiso meter mano como estaba acostumbrado y fue corrido de inmediato. Eso le generó la muina contra la 4T y su cabeza.
La historia ya la sabemos: Comenzó a complotar con La Banda de los Conejos, cuyos integrantes le conocen muy bien sus fechorías y por eso lo doblaron, para financiar a medios de pésima reputación, lo mismo que plumas estercoleras. El problema fue que Guillo y su banda no midieron dimensiones y tocaron las fibras más sensibles de cualquier persona: La familia.
Como le decía líneas arriba, antes del interinato nadie daba un peso por el junior, a quien lo único bueno que le reconocían era su afición por la charrería y la capacidad para liderar a Ganadera Santa Isabel.
Ante la ausencia de virtudes, Guillo se escondió en su apellido e intentó forjar su propio camino. Para eso se apropio de terrenos en la región de Atlixco, los cuales compró por centavos, para instalar una mezcalería, a la que llamó Santo Infierno.
El negocio no fue nada bien, las deudas crecían y era necesario impulsar otros negocios. Fue ahí que se le atravesó el interinato. El resto ya lo sabemos.
Al final, regresó a la mezcalería y desde ahí busca recomponerse.
Un hecho que salta a la vista es la decisión de designar a Jordan Ross Belfort como el embajador de su marca. Si no sabe quién es el sujeto, permítame reproducir la definición que le da Wikipedia:
“Nacido en el barrio del Bronx de la Ciudad de Nueva York el 9 de julio de 1962, es un delincuente financiero, conferenciante y antiguo broker. Es conocido por haber sido acusado y declarado culpable por manipulación del mercado de valores, lavado de dinero y otros delitos relacionados con las altas finanzas.
“Belfort ha escrito dos libros autobiográficos, El lobo de Wall Street y Atrapando al lobo de Wall Street, traducidos a 18 idiomas y publicados en más de 40 países. En 2013 su historia fue llevada al cine por el director Martin Scorsese en El Lobo de Wall Street, una adaptación de sus memorias”.
La película, por cierto, es un gran montaje sobre la extraordinary life de Belfort que incluye el abuso de drogas de todos colores y sabores, su adicción al sexo y los cientos de malabares que el bróker y cómplices tuvieron que hacer para amasar una incuantificable fortuna al margen de la ley.
Ese es el embajador de Santo Infierno. Interesante: Guillo atraviesa ahora por un infierno que no es nada santo, mientras que su promotor de marca sabe lo que es tener todo y no tener nada.
Pero ambos comparten un punto en común: el afán por dinero mal habido.
Ambos son un infierno nada santo.