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sábado, abril 20, 2024

La amante poblana

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CAPÍTULO UNO

La ciudad de ÁNGELES

Alejandra Gómez Macchia

Le gustaba fumar en las mañanas; le gustaba más llenarse de humo los pulmones que reconocerse viva y respirando en medio de una cama blanca y destendida con el calor de su perro arrellanado entre las piernas.

Anais se espabilaba para tomar su teléfono y ver cómo el mundo que amenazaba cada día con desplomarse seguía ahí, imbatible, moviéndose impunemente a grandes velocidades; a vueltas planetarias, mientras ella y toda la gente caminaba sobre calles de concreto hidráulico sin temor a precipitarse en el vacío.

Fumaba como los viejos pioneros que libraban batallas para ganar un fragmento de tierra, pensando siempre en el futuro: ese enemigo inexistente que acaba con las mentes de los hombres y la lisura de la piel de las mujeres.

Fumar era el único de los placeres que, aunque la minaba, no la traicionaba.

Había probado de todo: drogas leves y duras; speeds, hierbas mágicas… Era una curiosa natural que desde niña fue más ruda que las otras niñas y más macho que los robustos hombres que habitaban su casa.

Entre todas esas sustancias con las que experimentó episodios eufóricos y dionisiacos, fue descartando una a una hasta quedarse asida a las más sutiles y socialmente aceptadas, esas cuya letalidad está comprobada por todos los científicos y la gente de buena conciencia: el alcohol le catalizaba el asombro y despertaba el deseo: le extirpaba las inseguridades suavizándole la visión y abriéndole las piernas. Uno de sus hombres solía decirle que, de no ser por su temor a convertirse en una criatura hinchada de piel rijosa, sería una alcohólica ejemplar.

Desde que descubrió el vino notó que sus mejores momentos, lo más livianos, lúbricos e iluminados habían estado acompañados de varias onzas de alcohol sin sodas y endulzantes. Pero a últimas fechas, y a pesar de no tener una mala tomada, o de ser lo que común mente se conoce como “malacopa”, Anais se fue con más recato para no irse a la bancarrota emocional.

Entonces se abrazó a la miel más peligrosa: los besos de los hombres. Al abismo de mil bocas.

Ella sabía que el beso es algo más, mucho más que el furtivo intercambio de dos salivas.

Así, mientras amanecía y el sol arremetía sin piedad sobre sus ojos sin despintar, encendía el primer cigarro del día para luego llegar al baño y encontrarse con esa persona reflejada en el espejo: una cara que a nadie le infundía ningún temor, pero que al mismo tiempo comenzaba ya a delatar las huellas que van dejando sobre las miradas el paso telúrico de los amores malogrados.

Vivía en Puebla. En la Puebla que inmortalizaron por hazañas distintas (y no siempre loables) el cura Palafox, el general Zaragoza, las monjas clarisas que emparedaban bebés, el cabrón de Maximino Ávila Camacho, y más para acá, la Mastretta: escritora que, por ser mujer y venir de una familia de potentados, había sido criticada pues, según el respetable, su mejor novela, un retrato de la poblanidad en épocas del general Ávila Camacho, había estado “cuchareada” por su esposo.

Anais no tenía una opinión objetiva sobre Ángeles: nunca leyó el famoso libro, aunque sí vio la película y lo que más recordaba era esa frase de que “los poblanos caminaban y vivían como si tuvieran la ciudad escriturada a su nombre desde hacía siglos”.

Anais fumaba. Daba furiosas bocanadas como de señora venida a menos de Huexotitla en espera que alguna libanesa devota y aburrida le leyera el futuro en una tacita de café. Fumaba como un cacique de atlixquense; como la señora Omaire antes de recibir a sus amigos políticos en su sala de la casona de Las Fuentes.

Fumaba como un empresario inmobiliario en quincena antes de que el maldito vicio lo pusiera amarillo y fuera abierto en canal por un médico usurero del prestigiado Hospital Ángeles, en donde la muerte se cobra a réditos exponenciales porque más vale estirar la pata en la buena zona de Angelópolis que en el barrio de San Miguelito. Fumaba a con el ímpetu y el goce, con la pasión con la que fumó durante años su amigo y consejero, don Julián Abed. Fumaba con el nerviosismo de los chipileños que dejaron las vacas para hacer muebles rústicos que acabaron hundiéndose en un mar cerca de China. Fumaba como en su momento fumó Manuel Bartlett a la hora de expropiar la reserva territorial. Fumaba como su abuelo, un don nadie que para ella lo fue todo. Fumaba en las mañanas, más puntual que el volcán o los chacuacos de las fábricas de los Alonso y los Maurer.

Y mientras fumaba pensaba siempre que ya sería tiempo de dejar esa Puebla: la misma que retrató la Mastretta y que había cambiado brutalmente en apariencia, sobre todo en el morenovallismo; pero que era la misma Puebla de Zaragoza, Maximino y el inefable Góber Precioso.

Ella, Anais, tenía su propio macho, su general Ascencio del siglo XXI, que no era militar, pero le hablaba con la misma rudeza que Andrés a Catalina.

En esta historia también hay músicos que mueren y políticos traicioneros. Sirvientas alcahuetas y amigas peligrosas y viperinas que más valdría irlas a visitar de repente al Batán.

Anais vivía en la misma ciudad que los personajes de Arráncame la Vida, sólo que la gente ya no se peleaba porque el centro estuviera escriturado a su nombre; los escenarios cambian porque la tierra se mueve, aunque no lo sintamos mientras fumamos, bebemos, negociamos y fornicamos.

Esta historia no pudo haber pasado en el París de los 20´s, ni mucho menos en un París sin la aguja de Notre Dame.

Pasó, sucede, en Puebla: capital mundial de la hipocresía.

El paraíso de las mujeres de mentes cerradas y entrepiernas inquietas.

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