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martes, marzo 19, 2024

La Amante Poblana 9

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Capítulo 9

La escuela del calor

 

Las retorcidas e injustas normas morales dictan que cuando un hombre se entrega sin reservas a sus apetitos sexuales, los camaradas de inmediato lo elevan a los altares.

Un hombre que lleva doble vida gana popularidad; por el contrario, la libertad de una mujer de nuestro tiempo todavía se mide desde la vara de la independencia económica, no así la sexual.

La mujer se casa y de inmediato debe abdicar de una buena parte de su vida: si tiene hijos, ese trozo de sí misma se lo ofrendan a lo niños. Si no tiene descendencia, esa mitad queda mutilada por mera tradición patriarcal.

Los hombres que puedan tener más mujeres reafirman su hombría en cada entrepierna en la que se hunden. Pero si una mujer decide no renunciar al instinto, es tildada como una desertora del sistema familiar. Se vuelve automáticamente una puta.

Anais había entrado voluntariamente a las grandes ligas del libertinaje desde que asaltó a su primo en la azotea, y a partir de ese momento supo que el concepto de fidelidad tal cual se conoce en la sociedad, no era algo que pudiera cumplir a cabalidad.

Cuando se casó con Fernando logró retraerse durante un tiempo, mientras montaban la casa y se acoplaban a vivir juntos, sin embrago, no tardó ni un año en retomar el romance añejo que tenía con su primo, quien a su vez le montaba escenas bizarras de celos durante las fiestas navideñas, eso sí: siempre guareciéndose bajo las faldas de su esposa; una mujer serena absolutamente entregada a su familia.

El encanto que ejercía Anais sobre su más viejo rehén se volvió un trance doloroso al enterarse que no era único hombre con quien ella se acostaba fuera de su vida conyugal.

En los diez años de convivencia con Fernando, Anais había acumulado varias relaciones; unas más duraderas que las otras.

La única que verdaderamente representaba una amenaza para su primo no era la unión con Fernando, sino con un médico que Anais conoció después de un aparatoso accidente de auto.

El choque de trenes sobrevino una vez que estuvo dada de alta y las consultas ya no tenían razón de ser.

Se llamaba Pedro Lorenzana. El romance se dio paulatinamente; primero con mensajes esporádicos de doctor a paciente. Lo cierto es que Anais se fue enganchando vertiginosamente, hasta llegar al punto de comenzar a exhibirse con él en lugares públicos.

Lo que ella creía tener bajo control, ese control innato que parecen ostentar sólo los hombres para dividir lo emocional de lo meramente sexual, se le salió de las manos.

Comenzó como una especia de amor platónico, con guiños y con extensas jornadas de enviarse mensajes que, en algunas ocasiones, subían de tono.

Luego llegó el encuentro real: la piel, el tacto fuera de la rutina médica; sin los ojos de la enferma como barrera.

Con Pedro, Anais dio un paso más hacia la rendición de la carne. Nadie como él conocía los botones que había que oprimir para que Anais perdiera la cordura.

Cogían en el consultorio, en el estacionamiento del hospital, en los baños de los restaurantes. Cogían por la mañana, cuando ella salía de casa fingiendo que iba al gimnasio, con las medias del ejercicio expandidas de tanta excitación.

Anais regresaba a casa, al lado de Fernando, ya para la hora del almuerzo; y disfrutaba maliciosamente servirle el jugo a su marido todavía con el olor a sexo impregnado en las manos y en la boca.

Le gustaba aparecerse en casa con esa sonrisa que sólo se dibuja en las caras de las mujeres que están estrenando amante. El brillo en los ojos de quien ha estado minutos antes frente a su propio espejo, reconociéndose en su voluptuosidad y su monstruosidad.

El matrimonio de Anais se sostuvo todos eso años gracias a sus engaños, pero, sobre todo, gracias a Pedro. Él le insuflaba vida, la regresaba a un estadio primitivo.

Con él se animó a abandonar esa postura casi machorra que presentaba con sus demás amantes. Con los otros, hasta con su primo, era ella quien llegaba, cogía, fumaba un cigarro en la cama y se iba sin dar un beso final, dejando siempre en claro que cada encuentro bien podría ser el último porque ella así lo decidía.

Sin embargo, Pedro iba más allá. La subyugó su inteligencia. En sus brazos se sentía expandida, poderosa, admirada no por su cuerpo, sino por sus talentos.

Cogían por la tarde o toda la tarde. Cogían en los pasillos de la entrada al cine, justo cuando nadie sale de la sala y sólo puedes ser pillado por un vendedor de dulces. Cogían en el descanso de una conferencia que daba él. Cogían en la regadera, encimados uno sobre el otro en los retretes. Cogían en la noche, a veces toda la noche y hasta al amanecer. Cogían en el departamento de Pedro; pero donde más disfrutaba cogérselo era en su propia cama, luego de que Fernando se saliera a la obra, previamente cogido por ella, que a su vez ya había recibido, horas antes, su primera dosis de sexo virtual.

El placer que obtenía de Pedro podía ni siquiera llegar a lo físico. Bastaba con escribirle, con describirle algunas escenas vía WhatsApp, para que ella no pensara en otra cosa más que en el momento de pasar por él a la rotonda del hospital y abrirle las piernas.

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