Mario de la Piedra Walter

Sobre las aguas del Nilo se refleja dorado el templo de Luxor. Hace tiempo que Amón, dios solar que surca los cielos y da forma a las cosas, no recibe ofrendas dentro de su santuario. En parte, porque es solo ruinas. Uaset para los antiguos egipcios, Tebas para los griegos que la conquistaron, Luxor para los extranjeros de bigote y botas que llegan en expediciones dudosas, la ciudad es una sombra de su resplandor añejo.
Un anticuario norteamericano, Edwin Smith, pasea por el mercado junto al río. Mustafá Agha, un comerciante y cónsul egipcio, lo acompaña. Ambos entran en una tienda de antigüedades y desaparecen detrás de unas telas de lino. Mustafá le muestra a Smith un papiro escrito en hierático, la forma cursiva del egipcio antiguo, que él mismo no puede leer. Provienen (eso le han dicho) de la necrópolis Tebana, un complejo de tumbas en la orilla contraria del Nilo, donde se enterraban a los nobles y reyes del Imperio Medio y Nuevo de Egipto. Edwin Smith intuye que el papiro puede ser importante y cierra el negocio con un apretón de manos y la palabra “shokran” (gracias). Es invierno de 1862 y, aunque él no vivirá para saberlo, pasarán casi setenta antes de que alguien logre descifrar su contenido.
El arqueólogo norteamericano, James Henry, tradujo en 1930 lo que hoy conocemos como el papiro de Edwin Smith, el primer tratado de medicina del que se tiene registro. Por el tipo de escritura, se dató el papiro alrededor del 1500–1600 a.n.e. Sin embargo, algunos investigadores argumentan que se trata de una copia de un texto más antiguo, que podría haber sido escrito alrededor del 2500–3000 a.n.e.

Dicho papiro – que mide casi cinco metros de largo – incluye cuarenta y ocho casos de heridas, fracturas y tumores ordenados topográficamente desde la cabeza hasta el cuello, las extremidades superiores y la columna vertebral; similar a los textos de medicina modernos. El tratado termina abruptamente a la mitad de una oración, lo que sugiere que el autor (o los autores) tenía previsto continuar con los casos, probablemente hasta describir la columna lumbosacra, la cadera y las extremidades inferiores.
Cada caso contiene, además, subtítulos que incluyen nociones como “introducción”, “síntomas significativos” y “tratamiento recomendado”. En una sección aparte, nombrada “explicación”, se aclaran los términos que pudieran ser confusos. Cada caso se aborda de forma genérica y no individual, es decir, por patología y no por paciente. La exploración física detallada incluye la observación, las pistas olfativas, la palpación y la toma del pulso. Después de cada diagnóstico hay tres tipos de veredictos: 1.) condición que puede curarse 2.) condición que puede combatirse 3.) condición que no puede curarse. Un tipo de pronóstico que no ha cambiado en la medicina moderna (favorable, incierto y no favorable). Los tratamientos incluyen el cierre de heridas con sutura, vendajes, pomadas para evitar infecciones y técnicas para detener sangrados.

Procedimientos como la inmovilización en lesiones de cuello y columna, así como de fracturas, son en esencia indistintos de los tratamientos modernos. Además, contienen las primeras descripciones de estructuras intracraneales como las meninges (membrana que cubre el cerebro y la médula espinal) y el líquido cerebrospinal (líquido que fluye dentro y fuera del cerebro). Con cuatro glifos (buitre, caña, tela y ratón) se nombra —hasta siete veces— al cerebro por primera vez en la historia, traducido en dos fonemas como “ah-is”. Por sus descripciones precisas sobre lesiones traumáticas y delineamiento de los casos de emergencia, pudiera haber sido un compendio para tratar a heridos de guerra o trabajadores de construcción (la evidencia arqueológica actual desmiente que los templos y las pirámides hayan sido construidos por esclavos).
Existen en el mundo antiguo otros textos con recetas para curar ciertas enfermedades. Sin embargo, contienen más bien hechizos, rezos y fórmulas mágicas, en vez de una guía práctica de tratamiento. En este sentido, el papiro de Edwin Smith resalta por su orden sistemático y su enfoque racional en cada uno de los casos. A través de la lógica y no de las supersticiones, ofrece una metodología que no difiere de la clínica actual. Para muchos investigadores, se trata del texto científico más antiguo sobre la medicina del que se tenga registro. Sin lugar a duda, el papiro de Edwin Smith supera con creces en metodología y conocimiento a los tratados de Hipócrates, llamado padre de la medicina, que fueron escritos mil años más tarde.
Hallazgos de este tipo nos ofrecen nuevas perspectivas sobre la narrativa de la historia del conocimiento. Tanto en los salones escolares como en las conferencias académicas se repite incansablemente que la filosofía nació en Grecia, alrededor del 600 a.n.e., con Tales de Mileto. Esta aseveración se centra en que Tales propuso “por primera vez” una explicación racional y naturalista, basada en la observación, sin apelar a lo sobrenatural, distinta a los relatos religiosos de sus predecesores como Homero o Hesíodo. Esta aseveración, sin embargo, tiene muchos matices.
La ciudad de Mileto, si bien yacía dentro de la esfera cultural helénica, se encuentra en la costa occidental de Anatolia, en la actual provincia de Aydin, en Turquía. Una región multicultural donde se cruzaban los caminos entre Grecia, Persia, Egipto y Babilonia. Tan solo cincuenta años después de su nacimiento, los persas incorporaron Mileto a su imperio, lo que nos habla de la tensión cultural en la región. Fuentes antiguas señalan, además, que Tales estudió geometría y astronomía en Egipto y que estuvo en contacto con los conocimientos babilónicos. Ningún hombre es una isla. Las ideas de Tales y los filósofos posteriores fueron el producto de una época multipolar y de la integración de distintas escuelas de conocimiento.
Por ejemplo, Platón relata —en boca de Sócrates— la historia del dios egipcio Thot, inventor de la escritura, los números, la geometría y la astronomía. Timeo, uno de sus personajes, le dice a Sócrates en otra ocasión: “en Egipto, por el contrario, desde los más remotos tiempos, el amor al saber está establecido”. En otro pasaje, Platón confiesa: “Es en Egipto donde se puede contemplar la verdadera antigüedad. Allí existen modelos desde los cuales se han copiado aquí muchas instituciones”.
¿De dónde proviene la noción de que la filosofía y la ciencia germinaron primero en la Antigua Grecia? ¿Por qué occidente se empeña en afirmar que es el heredero de cultura griega? Tal vez haya que remontarse a la “invención” de Europa misma. La división entre Oriente y Occidente es, en parte, una construcción muy posterior a la Edad Antigua. Cuando los romanos conquistaron Grecia adoptaron la mayoría de sus tradiciones e ideas filosóficas.
Del mismo modo, no dudaron en reconocer —y muchas veces asimilar— la cultura de las civilizaciones de Oriente. Los “bárbaros” eran los que amenazaban sus fronteras del norte (galos, teutones, anglos, etc.) De hecho, Roma sobrevivió en Oriente muchos siglos después de que las tribus germánicas, lideradas por el rey Odoacer, tomaran la península itálica. Lo que los historiadores del siglo XIX nombraron convenientemente Imperio Bizantino es, en realidad, el Imperio Romano de Oriente.
Fue durante la Edad Media, y la expansión musulmana desde el oriente, que los reinos cristianos comenzaron a definirse como “occidentales”. Con el inicio de las cruzadas se consolidó una identidad “europea y cristiana”, que resistía a los paganos del norte (vikingos) y a los musulmanes del Sur y del Este. Mientras una guerra ideológica y religiosa se combatía en las fronteras, las artes y las ciencias encontraron su punto más bajo en una época denominada como Oscurantismo. Fueron los califas musulmanes, que extendieron su dominio por los territorios de la Grecia Antigua, los que promovieron la traducción al árabe de los textos de Aristóteles, Platón, Ptolomeo, Hipócrates, Euclides y Arquímedes. Contrario al oscurantismo europeo, el mundo islámico experimentó una época dorada, en la que rescató parte del conocimiento antiguo.
Durante la conquista cristiana de la península ibérica (Al-Andalus), eruditos como Gerardo de Cremona trabajaron junto con judíos y mozárabes para traducir del árabe al latín estas mismas obras (junto con los textos filósofos de árabes como Avicenna y Averroes), lo que cimentó los comienzos del Renacimiento. En los siglos posteriores, y en especial durante la Ilustración, se forjó el mito de Europa como heredera directa de la razón y la civilización griega. La triada conceptual Grecia-Roma-Europa se autoproclamó como la línea del progreso humano, todo lo que el resto del mundo debía aspirar a ser. Con el apogeo del colonialismo europeo en el siglo XIX, esta narrativa — con connotaciones raciales — se expandió por el mundo como una “misión civilizadora”, negando la cultura de otras latitudes.
Aún en pleno siglo XXI se utilizan estas nociones para evadir una responsabilidad histórica. “Les dimos más de lo que nos llevamos” es el lema actual de movimientos nacionalistas para negar la masacre de los pueblos originarios durante el colonialismo europeo. Sin olvidar las políticas antinmigrantes que se fundamentan en “mantener la pureza” de la civilización occidental. En nombre de la democracia y los valores occidentales se han bombardeado varios países. El papiro de Edwin Smith nos recuerda que no existe un monopolio del conocimiento y que la riqueza cultural se nutre de la multipolaridad del mundo. Tanto lo sabían los griegos y los egipcios que, juntos, a tan solo 800 kilómetros al norte de Luxor, construyeron la biblioteca más universal de todos los tiempos. Misma que, aunque reconstruida, se puede visitar en la ciudad de Alejandría.

*Mario de la Piedra Walter
Médico por la Universidad La Salle y neurocientífico por la Universidad de Bremen. En la actualidad cursa su residencia de neurología en Berlín, Alemania. Autor del libro Mentes geniales: cómo funciona el cerebro de los artistas (Editorial Debate, Barcelona, 2025).


