Mario de la Piedra Walter
La gloria, en verdad, no es otra
cosa que un olvido aplazado.
Santiago Ramón y Cajal
La ciencia, fundamentada en la cooperación, no está exenta de grandes rivalidades. En la mayoría de los casos, esta enemistad – ya sea mediática o personal – surge de la disputa por la primicia de algún descubrimiento. Hasta el día de hoy, por ejemplo, resuenan en la sobremesa de matemáticos e historiadores los nombres de Isaac Newton y Gottfried Leibniz cuando se quiere declarar al padre del cálculo infinitesimal.
En otras ocasiones, como con la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin y Alfred Wallace, los involucrados comparten el reconocimiento por llegar de forma independiente a la misma conclusión e incluso los lleva a entablar una amistad. Pese a las diferencias y afinidades que puedan existir entre científicos, ningún hombre es una isla y el conocimiento científico sólo puede avanzar a través de la contribución de distintas mentes. El mismo Newton comentó en una carta a Robert Hooke, otro de sus rivales intelectuales: “si he visto más lejos, es por estar de pie sobre hombros de gigantes”, reconociendo su labor en el campo de la óptica.
Robert Hooke, a mediados del siglo XVII, colocó una laminilla de corcho bajo su incipiente microscopio y observó pequeñas celdillas poliédricas similares a las de un panal de abeja a las que llamó “células”. Se cree, sin embargo, que fue Antonie van Leeuwenkoek la primera persona en observar microorganismos vivos o “animáculos” con su ingenioso microscopio que cabía en un bolsillo, convirtiéndose así en el “padre de la microbiología”.
Fue hasta el siglo XIX, con la mejora de los microscopios y métodos de tinción, que la teoría celular se consolidó: la idea –en ese entonces revolucionaria – de que todas las funciones vitales se llevan a cabo dentro de las células y que el organismo, en su totalidad, es la suma de sus actividades e interacciones. Es decir, que la célula es la unidad estructural y funcional de todos los seres vivos.
La estructura del cerebro, sin embargo, seguía siendo una incógnita. Por alguna razón, ninguna técnica lograba teñir las neuronas lo suficiente para ser identificadas. En 1873 un brillante médico italiano, Camillo Golgi, introdujo un novedoso método de tinción a base de cromato de plata.
“El sabio de Pavía”, como se refirió a él su gran adversario, descubrió que, al precipitarse el cromato de plata, las estructuras de las neuronas se pigmentaban al azar. Contra un fondo amarillo, era posible diferenciar las neuronas del resto del tejido. Con su reazione nera (reacción negra), Golgi abrió el candado para “penetrar los secretos del tejido nervioso, el más noble y misterioso”.
A pesar de este gran avance, la maraña de plata continuaba siendo un enigma. Golgi observó una enramada de axones y dendritas que se abrían paso por varias capas de tejido a la que llamo reticulum, e intuyó que el cerebro se componía de una “red neuronal difusa” y no de células independientes. Casi una década más tarde, un médico con alma de artista desafiaría – utilizando la misma técnica – la teoría reticular de Golgi.
Santiago Ramón y Cajal nació en España en 1852 y desde niño dibujaba compulsivamente todo lo que le rodeaba. Su intención era estudiar arte hasta que su padre, cirujano y profesor de anatomía, lo llevó a una de sus clases en la Universidad de Zaragoza. Fascinado por el cuerpo humano, Ramón y Cajal dibujó con fervor cada estructura que su padre develaba con el escalpelo.
Estudió la carrera de medicina y al terminar montó un pequeño laboratorio en el cuarto de huéspedes de su casa con poco más que un microscopio, papel y lápices. A finales del mismo siglo, ´Ramón y Cajal se enteró de las técnicas de tinción de Golgi y enfocó su trabajo exclusivamente al cerebro. A través del método de “doble impregnación”, perfeccionó la técnica de Golgi hasta obtener un pigmento mucho más penetrante.
Obsesionado, realizó con un detalle micrométrico más de 3,000 ilustraciones sobre las estructuras del sistema nervioso. Sin dejarse engañar por la telaraña de plata, encontró orden en el caos de axones y dendritas. Al estudiar el bulbo olfatorio, un segmento en la parte frontal del cerebro que procesa el olor, Ramón y Cajal observó que las dendritas se orientaban hacia el exterior mientras que los axones se alineaban hacia estructuras nerviosas más profundas.
Propuso que esta disposición determinaba la trayectoria de los impulsos eléctricos, desde las dendritas al cuerpo neuronal y hacia los axones, y le llamó la ley de la polarización dinámica. Con el apoyo de una técnica de tinción más fina y sus cientos de esquemas, argumentó que cada dendrita y cada axón terminaba libremente, y que los impulsos se transmitían a través de una brecha (más tarde llamadas sinapsis) “de la misma forma como una corriente eléctrica cruza un espacio entre dos alambres”.
Con su particular sentido artístico escribió que “los besos protoplasmáticos” mediaban la comunicación entre las células neuronales, “el éxtasis final de una historia épica de amor”.
La teoría neuronal desarrollada por Ramón y Cajal, la idea de que las neuronas son la estructura básica y funcional del sistema nervioso, significó el nacimiento de las neurociencias modernas. En 1889 le escribió una carta a Golgi, que para ese entonces había abandonado el sistema nervioso central y estaba concentrado en las enfermedades infecciosas, donde expuso sus hallazgos.
Golgi no mostró mayor interés en él y defendió hasta su última exhalación la teoría reticular. En 1906, las dos figuras antagónicas compartieron el máximo galardón de la ciencia por sus aportaciones en el estudio del cerebro.
Pese a que sus trabajos estaban íntimamente ligados, sus conclusiones eran diametralmente opuestas. A tal grado que Ramón y Cajal escribió en sus memorias: “¡Cruel ironía de la suerte, emparejar, a modo de hermanos siameses unidos por la espalda, a adversarios científicos de tan antitético carácter!”
Conforme la teoría neuronal fue ganando terreno, Golgi se mostró más ominoso contra su adversario. Aprovechó cada conferencia para desestimar las observaciones de Ramón y Cajal, pero el trabajo de más y más científicos – que utilizaban la técnica creada por Golgi – sólo confirmaban la teoría. Con amarga ironía, su propia técnica se había vuelto en su contra.
Ramón y Cajal no dudó en defenderse, tildó a Golgi de obstinado y lo acusó de oponerse al avance de la ciencia. “Sería muy conveniente, y muy económico, que las células nerviosas formaran una red continua. Desgraciadamente, la naturaleza parece ignorar nuestra necesidad intelectual por conveniencia y unidad, y se deleita muchas veces con lo complicado y lo diverso”, comentó con firmeza durante un congreso.
Aunque ambos científicos gozaron de gran prestigio, el aura de Golgi – en parte por su renuencia a los cambios de paradigma – perdió brillo hacia el final de su carrera. Al momento de su muerte en 1926 no había quién apoyara su teoría. Ramón y Cajal, por otro lado, se catapultó como uno de los científicos más célebres del siglo XX, se llenó de premios y reconocimientos al grado que hoy se le considera como “el padre de las neurociencias”.
Fue hasta la década de 1950 que, con el invento del microscopio electrónico, su teoría sobre las conexiones del cerebro pudo ser comprobada sin posibilidad de refutaciones. Sus dibujos, trazados más de cincuenta años antes, no estaban equivocados: las neuronas son células independientes conectadas a través de sinapsis.
Le debemos tanto a Golgi como a Ramón y Cajal la llave para estudiar el cerebro humano. Armados de microscopios semirudimentarios y una gran pasión, ambos científicos vieron más allá – aunque no siempre la misma cosa – gracias a la colaboración entre ellos y muchos otros. Es sobre sus hombros de gigantes donde hoy nos apoyamos con la esperanza de ver un poco más allá.
REFERENCIAS
Turnbull, HW. (1959) The Correspondence of Isaac Newton: 1661-1675, Vol 1. London, UK. Royal Society at the University Press. P. 416
“Teoría celular”. Diccionario Médico. Clínica Universidad de Navarra. Disponible en: https://www.cun.es/diccionario-medico/terminos/teoria-celular
Seal B. (2023) “A Cold Day in Stockolm”. Distillations Magazine. Science History Institute Museum Library. Disponible en: https://www.sciencehistory.org/stories/magazine/a-cold-day-in-stockholm/
Velasco E. (2017) “Ramón y Cajal. El Nobel que tenía alma de artista”. La Vanguardia. Ciencia y Cultura
Ramón y Cajal, S. Recuerdos de mi vida. Historia de mi labor científica. Capítulo XXII. Disponible en: https://cvc.cervantes.es/ciencia/cajal/cajal_recuerdos/recuerdos/labor_22.htm
*MARIO DE LA PIEDRA WALTER
Médico por la Universidad La Salle y neurocientífico por la Universidad de Bremen. En la actualidad cursa su residencia de neurología en Berlín, Alemania.