Mario de la Piedra Walter
Desde que comenzó la vida en la tierra, hace por lo menos 3500 millones de años, los organismos vivos han desarrollado diversos mecanismos para sobrevivir y transmitir sus genes. Conforme se volvieron más complejos, tuvieron que adaptarse a las condiciones cambiantes del planeta.
Hace alrededor de 540 millones de años, en el periodo Cámbrico, las altas concentraciones de oxígeno –entre otros factores – dieron lugar a una proliferación sin precedentes de organismos multicelulares, conocida como la explosión cámbrica. Con la diversificación de los organismos vivos nacieron las principales ramas del árbol evolutivo que hoy reconocemos. La presión selectiva derivó en la especialización de las células y de sus funciones, dando lugar comportamientos coordinados para percibir el entorno y favoreciendo a aquellos capaces de responder con mayor velocidad y flexibilidad a los desafíos.
En este periodo surgieron los primeros organismos del subreino bilateria, caracterizados por cuerpos simétricos sobre un axis longitudinal. A este subreino pertenecen casi todos los seres multicelulares actuales, ya sean nemátodos (gusanos microscópicos), artrópodos (insectos), moluscos (caracoles y pulpos) y cordados (que incluye a todos los vertebrados, desde los peces hasta los seres humanos).
Los planarios o turbelarios, una especie platelmito o gusano aplanado, fueron posiblemente el primer animal con un cuerpo simétrico y cabeza diferenciada. En ellos, las primeras células especializadas en el procesamiento de información formaron redes, dando lugar a un sistema nervioso primigenio, constituido por un ganglio bilobulado y cuerdas nerviosas que se extienden hasta la cola.
Muy pronto –en la escala geológica– los primeros “cerebros” se convirtieron en poderosas herramientas evolutivas para la supervivencia. Capaces de dirigir el comportamiento a fin de buscar nutrientes, escapar de depredadores o hacer predicciones; los sistemas cognitivos marcaron el camino de la evolución. Ya sea a través de gigantescos núcleos centrales como en los mamíferos, o de redes distribuidas como en los moluscos marinos, el sistema nervioso ha triunfado como una de las innovaciones más exitosas de la naturaleza.
A estos sistemas de conexiones neuronales se les conoce como “redes sólidas”, ya que presentan un espacio y una arquitectura definida. Sin embargo, hay quienes afirman que la capacidad de transmitir y procesar información no se limita a las redes neuronales, y que la misma presión selectiva que originó a los sistemas nerviosos pudo estimular otro tipo de redes cognitivas.
Carentes de conexiones estables o elementos estáticos, se han referido a este tipo de redes como “cerebros líquidos”. Esta categoría incluye a las colonias de termitas y hormigas, ciertos microbiomas, colonias de hongos, e incluso algunos protistas como el moho mucilagenoso. La cognición se define como los mecanismos a través de los cuales los organismos procesan y guardan información contenida en el medio ambiente, incluyendo la memoria, para responder a una situación mediante la toma de decisiones. Estos mecanismos engloban la comunicación, que es la habilidad de interactuar con otras células u organismos por medio de señales para iniciar una acción colectiva.
Bajo esta definición se podría argumentar que muchos organismos aneurales (carentes de sistema nervioso) muestran cierto grado de cognición. Es evidente que, antes de la aparición de sistemas nerviosos complejos, estructuras colectivas tuvieron que responder a ambientes estresantes.
La supervivencia, por lo tanto, estuvo supeditada a redes de cooperación que requerían nuevas formas de comunicación entre distintos colectivos. Un ejemplo de esto es la detección de quórum, una estrategia bacteriana de cooperación entre distintas poblaciones celulares cuyo propósito es detectar otros grupos de bacteria y que en muchas ocasiones conlleva –a través de moléculas llamadas autonductores que modulan la expresión génica– a una respuesta coordinada de toda la colonia.
El moho mucilagenoso (Physarum polycephalum), asimismo, es un agregado de organismos unicelulares con comportamiento colectivo. En grupo exhibe patrones morfológicos complejos para explorar el medio ambiente, moviéndose de manera coordinada a través de pulsos rítmicos que se transmiten por una red conectada mediante túbulos plasmoidales.
Señales químicas y bioeléctricas modelan las respuestas del grupo, exhibiendo un gran dinamismo que se traduce en cambios en la arquitectura de la red. Pueden navegar por ambientes complejos, tomar decisiones y resolver problemas para satisfacer los requerimientos nutritivos del grupo (esto se observa al colocar laberintos en los cultivos). Además, muestran habituación a estímulos persistentes, una respuesta adaptativa común en organismos neurales.
Los hongos, por otro lado, poseen una estructura conocida como micelio, una masa de hifas ramificadas que asemejan una raíz. Por medio de ellos, los hongos crecen hacia nuevos suelos cuando se agotan los recursos nutricionales e interactúan con otras especies de hongos. Sus modelos de coordinación y búsqueda han sido comparados con los de las termitas y hormigas, ya que muestran cambios en los patrones de crecimiento, en la arquitectura y en sus relaciones espaciales según los estímulos ambientales.
Hay quienes afirman, considerando su movimiento dirigido y coordinado, que en muchas ocasiones emulan la toma decisiones. En ciertos suelos, los hongos micorrízicos (con micelio) son tan abundantes que representan hasta el 60% de la biomasa microbiana total del suelo. Cumplen funciones fundamentales, como la descomposición y simbiosis del bosque, formando carreteras subterráneas por donde transitan todo tipo de moléculas y nutrientes.
El organismo vivo más grande del mundo es, de hecho, el micelio de un hongo (Armillaria ostoyae) que habita en el noreste de Oregon en los Estados Unidos; abarca 965 hectáreas y tiene una edad de al menos 2500 años. A estas redes inmensas –que se comunican a través de señales bioquímicas y eléctricas– les han dado el nombre de Wood Wide Web o el internet de los bosques, haciendo referencia a los grandes flujos de información que mantienen la homeostasis del ecosistema.
Los biólogos conductivistas distinguen dos tipos de comportamiento: innatos (reflejos e instintos) y aprendidos. Estos últimos requieren de modificaciones persistentes y adaptativas, basadas en las experiencias del organismo (memoria). La memoria de los organismos aneurales se ha categorizado en externa y somática.
La memoria externa proviene de las señales depositadas en el ambiente, como algunos sustratos del moho mucilagenoso o las feromonas en las colonias de hormigas para atraer a otros individuos. Por otra parte, la memoria somática resulta de cambios epigenéticos en las células producidos por el ambiente. A través de este tipo de memoria los organismos aneurales son capaces encontrar nuevas rutas hacia mejores suelos o evitar factores estresantes.
Esto ha llevado a repensar –y en ocasiones a ampliar– la definición misma del “cerebro”. Cada vez más crece el número los autores que abogan por un panorama vasto, que incluya desde los sistemas nerviosos no centralizados ínfimos hasta los sistemas cognitivos “sólidos y líquidos”. Incluso algunos apuntan a las interesantes habilidades computacionales de las plantas, si bien el concepto de “inteligencia vegetal” está lleno de controversias.
Pese a los muchos avances en las investigaciones sobre estos modelos, otros se muestras reticentes al concepto de sistemas cognitivos. Una distinción más formal entre computación y procesamiento –términos muchas veces utilizados como intercambiables– sería necesaria.
Solo modelos más rigurosos sobre los problemas que pueden resolver o no los “cerebros líquidos” arrojará luces en cuanto a los potenciales y límites de estos sistemas. Más aún, comprender dichos sistemas primordiales es indispensable para dilucidar los mecanismos de sistemas nerviosos más complejos, nada menos que el de nosotros mismos.
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