Mario de la Piedra Walter
Una nueva carrera espacial ha comenzado, si es que alguna vez terminó. En septiembre de 1962 el presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, anunció desde un estadio colmado – en la Rice University en Houston, Texas – la intención del gobierno de llevar a un hombre a la luna antes de finalizar la década.
La Unión Soviética, el gran antagonista de la guerra fría –al menos en la narrativa occidental– había lanzado con éxito, cuatro años atrás, el primer satélite artificial y, tan solo un año antes, el piloto Yuri Gagarin se convirtió en el primer cosmonauta en completar una órbita alrededor de la Tierra en el Vostok 1, una cápsula de tan solo 2.30 metros de diámetro y 2,400 kg de peso.
Estados Unidos se encontraba a décadas de distancia, en términos tecnológicos, de su homólogo soviético y necesitaban de una victoria urgente. Algunos dirán ¿por qué la Luna? ¿Por qué elegirla como nuestra meta? y se preguntarán también, ¿por qué escalar la montaña más alta?,¿por qué hace 35 años volar el Atlántico? Elegimos ir a la Luna en esta década, y hacer todas las demás cosas, no porque son sencillas, sino porque son difíciles reverberó en los altavoces y en la caja torácica de un público extasiado; mientras físicos, matemáticos e ingenieros se miraban con espanto.
Hasta ese momento no había indicios de que Estados Unidos pudiera emparejar la carrera espacial. Kennedy propuso, para restarle el aura competitiva, una misión conjunta con la Unión Soviética, pero esta idea se desechó tras su asesinato. Siete años y veinticinco mil millones de dólares después (257 mil millones ajustado a la actualidad) Neil Armstrong y Buzz Aldrin bajaron del módulo lunar Eagle y pisaron por primera vez la Luna.
Para los estadounidenses, el alunizaje no solo los consagró como una potencia aeroespacial, sino que inclinó la balanza de la guerra fría. A su entender, habían ganado la carrera espacial y estaban encaminados a ganar la carrera ideológica.
Comparado con los logros soviéticos, es difícil declararlos ganadores unánimes: el programa ruso, entre otras cosas, fue el primero en enviar seres vivos al espacio, realizar actividad extra-vehicular, contar con mujeres astronautas, orbitar un radiotelescopio, utilizar un rover en la Luna, enviar un robot a Marte y Venus y tener astronautas permanentes en una estación espacial.
Sin embargo, el poderío mediático de los Estados Unidos hizo del alunizaje, con mucha razón, el gran hito del siglo XX. En 1972 la NASA canceló el proyecto Apollo ante la falta de presupuesto. Gene Cernan fue el onceavo y último hombre en caminar sobre la superficie lunar, dejando tras de sí una huella, las iniciales de su hija sobre el polvo y toda una era.
Apenas en el 2021 el vocero de la principal empresa de cohetes en China, Wang Xiaojun, anunció un ambicioso plan para la primera misión tripulada a Marte en el 2033. Por su parte, la NASA ha estado desarrollando un programa para poner un humano en el planeta rojo en algún momento de la década del 2030. Mientras el sueño del viaje interplanetario vuelve a echar raíces en la imaginación colectiva, científicos tienen que lidiar no solo con el desafío tecnológico que esto implica sino con el posible impacto sobre el cuerpo – y el cerebro – de los exploradores.
Hasta la fecha, la misión más larga ha sido la del astronauta ruso Valeri Polyakov en 1994, a bordo de la estación espacial Mir, que duró 437 días (14 meses). La misión tenía por objetivo aprender acerca de los efectos de la microgravedad prolongada sobre el cuerpo humano. Después de completar más de 7000 orbitas y regresar a la Tierra, salió a pie propio de la cápsula y dijo: ahora podemos volar a Marte.
Según la NASA, una misión a Marte abarcaría aproximadamente 1100 días. Exploraciones más profundas dentro del sistema solar, en circunstancias nóveles y extremas, podrían llevar décadas. El desarrollo de problemas cognitivos o del comportamiento durante las misiones espaciales representan un gran riesgo para los tripulantes.
La evidencia empírica en animales demuestra que el aislamiento social, la inmovilidad y la gravedad alterada pueden afectar profundamente la capacidad regenerativa del cerebro (neuroplasticidad) y limitar las tareas visuoespaciales. Inherentemente hostil, el viaje espacial implica un ambiente lleno de estresores físicos y psicológicos como la radiación, niveles altos de dióxido de carbono, gran carga de trabajo, alteración del ciclo del sueño y aislamiento. Predecir sus efectos adversos en el cerebro y en la cognición puede ayudarnos a crear herramientas para contrarrestarlos.
En condiciones normales, el cerebro flota dentro de la bóveda craneana en un fluido conocido como líquido cefalorraquídeo, que – entre otras funciones – evita el contacto con otras estructuras y funciona como amortiguador. Durante el viaje espacial, en condiciones de microgravedad, el líquido cefalorraquídeo se redistribuye y el cerebro se presiona contra la parte superior de la bóveda.
Los ventrículos cerebrales, una especie de caverna dentro del cerebro por donde fluye también el líquido, se expanden a medida que incrementa el tiempo en el espacio y necesitan de seis a doce meses para regresar a sus niveles normales. Volúmenes ventriculares más elevados en astronautas se relacionaron con menor precisión en pruebas de manejo de símbolos.
En la Tierra, el aumento de los ventrículos cerebrales, la hidrocefalia normotensiva, causa alteraciones de la marcha, incontinencia y demencia (triada de Hakim-Adams). Se estima, además, que los astronautas necesitan al menos tres años de intervalo entre una misión y otra para que el cerebro recupere su capacidad de adaptarse a estos cambios.
Estudios después de misiones de seis meses en la Estación Espacial Internacional (ISS por sus siglas en inglés) mostraron un decremento en la destreza manual, así como una alteración en la percepción del movimiento y de la navegación al regresar del espacio. Los efectos cognitivos pueden persistir incluso un año después de tocar tierra.
Alan Shepard, un astronauta estadounidense que alunizó en el Apollo 14, tuvo que abortar una caminata de exploración hacia uno de los cráteres porque estaba desorientado, a pesar de haber estudiado el mapa de la zona decenas de veces antes. Áreas cerebrales que se asocian con el procesamiento de información visuoespacial, entre las que destacan el hipocampo, la corteza estriada, parahipocampal y prefrontal, y el lóbulo occipital; es decir, el GPS de nuestro cerebro, son especialmente vulnerables a los estresores relacionados con el vuelo espacial. La radiación, por ejemplo, tiene impacto en la corteza prefrontal y el hipocampo, generando problemas en el aprendizaje y la consolidación de memorias.
La capacidad limitada de los sistemas de reciclamiento de aire en las naves espaciales incrementa los niveles de dióxido de carbono hasta diez veces más que en la tierra. En modelos animales, esto afecta la plasticidad cerebral y el comportamiento durante etapas tempranas del desarrollo.
Afecta también la microgravedad el sistema vestibular, responsable de nuestro equilibrio y percepción de movimiento. Cristales dentro de los canales del oído interno, los otolitos, dependen de la gravedad para enviar información al cerebro sobre la aceleración lineal. Sin ella, el cerebro tiene problemas para evaluar la posición del cuerpo en relación con el entorno.
Los astronautas muestran también alteraciones importantes del ciclo circadiano, llegando a perder hasta una hora de sueño al día. La deprivación crónica del sueño causa degeneración del hipocampo, aumento en los niveles de las hormonas de estrés y pueden desencadenar síntomas psiquiátricos.
Finalmente, condiciones como la privación sensorial, el aburrimiento, la inactividad física y el aislamiento social conllevan a trastornos del comportamiento de entre los que destacan a agresividad y la depresión, además de mermar nuestras capacidades en el reconocimiento y solución de problemas.
Contramedidas específicas como el ejercicio en microgravedad, suplementos nutricionales y entrenamiento cognitivo haciendo uso de la realidad virtual podrían mitigar los efectos de los viajes espaciales en el cerebro. Los avances en la medicina y neuropsicología de las ciencias espaciales son igual de importantes que la tecnología que nos permitirá explorar el cosmos.
A poco más de 60 años de su famoso discurso, las palabras de Kennedy continúan haciendo eco en nuestro corazón – o cerebro – de primeros exploradores. Dejamos la comodidad del fuego y de la cueva para descubrir otros mundos, no porque sea sencillo sino por el contrario.
Bibliografía:
McGregor, HR. Hupfeld KE., Pasternak O. et al (20123). “Impacts of spaceflight experience on human brain structure”. Nature. Scientific Reports 13:7878.
Stahn AC., Kühn S. (2021) “Brains ins space: the importance of understanding the impact of long-duration spaceflight on spatial cognition and its neural circuity”. Cogn. Process; 22(1): 105-114.