La dimensión titánica de ídolo popular de Vicente Fernández Gómez, en México y con los mexicanos en el extranjero, principalmente en Estados Unidos, al grado de que los mandatarios de México y de la Unión Americana emitieron por su muerte condolencias formales, es bien merecida.
Sin embargo, está solamente justificada desde la necesidad del imaginario colectivo de verse representando, de mirarse en el espejo del estereotipo, más que por sus cualidades artísticas.
El Charro de Huentitán (en alusión a su falso lugar de nacimiento el 17 febrero de 1940, pues en realidad nació en Guadalajara, Jalisco) fue un mal actor y un mal cantante.
Pero tuvo algo más importante: encajó en la necesidad, de lo que políticos y otros personajes llaman “el pueblo”, de validación de usos y costumbres.
Eso, más el menester de llenar el lugar vacío, en su coincidencia de época, que habían dejado otros intérpretes que representaron lo popular mexicano, como Jorge Alberto Negrete Moreno y, especialmente, el sinaloense Pedro Infante Cruz.
El segundo mucho más cercano a la masa que el primero, porque representaba el reflejo de lo que, mayoritariamente prevalece, en nuestro ecosistema social: el varón machista, de abundante consumo etílico y de reverencia, porque también se da en convivencia con el machismo, a un matriarcado paralelo.
Chente, a diferencia de al menos ellos dos que contaban con cualidades vocales extraordinarias, utilizó la impostura de la voz, no como recurso, lo que es tan común, sino como sistema. Su voz no era su voz, sino un empeño. Sin embargo, “cantaba bonito”, desde los oídos de la audiencia masiva.
Impostaba siempre al interpretar canciones que eran de compositores indispensables, como el gran José Alfredo Jiménez Sandoval, un verdadero filósofo popular. Peor no fue tampoco un compositor.
Las películas del llamado “último ídolo del pueblo” son de deficiente calidad interpretativa, argumentativa y de producción, pero tuvieron y tienen audiencias ávidas de acudir a ese retrato. En cambio, por ejemplo, Pedro Infante sí tuvo pinceladas brillantes como histrión.
Vicente es, sin duda, un personaje kitsch, porque tiene una estética pretensiosa y de mal gusto, pero finalmente aceptada de sobra. Además, rompió con los esquemas: ¡a Infante nunca se le hubiera ocurrido usar un traje de charro color durazno!
Vicente Fernández es un héroe del costumbrismo bucólico mexicano, aunque el país es ya predominantemente urbano.
La añoranza juega un papel vital para entender la descomunal popularidad de Fernández Gómez, a pesar de sus deficiencias profesionales.
Por eso, en Estados Unidos es el más importante intérprete mexicano. Su versión de Los mandados, canción de la autoría de Manuel Eduardo Toscano, es himno de lucha para los migrantes.
La Migra a mí me agarró
Trescientas veces digamos
Pero jamás me domó
A mí me hizo los mandados
Los golpes que a mí me dio
Se los cobré a sus paisanos
Líderes migrantes poblanos y de otros estados organizaron, en tiempo récord posterior a su muerte, el 12 de diciembre de este 2021, homenajes incluso en Times Square, porque es también bandera de identidad en la tierra ajena. Él y la música mexicana, que los empapa de nostalgia.
Por eso, para muchos de ellos que incluso son ciudadanos binacionales, el mensaje que en Twitter emitió el presidente Joe Biden resultó “hermoso y enternecedor”.
Vicente representó, también y desde los dos lados de la frontera, la concreción del triunfo ante las adversidades del pobre, ese subir desde el muy abajo, que han conseguido cantantes, deportistas, principalmente boxeadores, quienes acuñan una descomunal veneración.
Con Vicente Fernández, como antes con Pedro, nos miramos al espejo.
Si existe el sueño americano, también está la onírica mexicana.
NOTA DEL AUTOR: Esta colaboración para Hipócrita Lector -que será cotidiana- rescata el nombre de una columna, escrita y comentada, que me permitió siendo muy joven yo, el gran Francisco Huerta en su periódico y programa en Radio Fórmula, Voz Pública, en la que narraba los entretelones del Palacio Legislativo San Lázaro.
Ahora, será un espacio sin mesura y con excesos, que aborde cualquier tema, con una desbocada libertad, que me han aceptado el director Mario Alberto Mejía y el severo editor, Ignacio Juárez Galindo, quien, por cierto, insistió en rescatar el nombre. Gracias a ellos.