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jueves, noviembre 21, 2024

Yo, el peor de todos

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Hay amigos que son como esos trenes que un día dejaron de pasar.

Durante años los abordamos cotidianamente, pagamos nuestros boletos, nos sentamos en el asiento adecuado, sentimos la animación del viaje.

Y un día, de pronto, inesperadamente —como ocurren las cosas—, descubrimos que el tren que durante años abordamos había cambiado de ruta.

Suelo preguntar por esos amigos en diversos momentos. Quiero saber qué hacen, con quién conviven, en qué restaurantes comen. Quiero saber todo de ellos para entender en qué momento se rompió una relación destinada, en apariencia, a permanecer siempre.

Toñito Navarro, por ejemplo, se fue de mi infancia huauchinanguense cuando le hice pasar la vergüenza de no dejarlo entrar a mi fiesta de seis años porque no llevó regalo.

¿Qué fue de Arias, el niño pecoso que iba en la primaria John F. Kennedy? Recuerdo su mirada burlona y esa voz aguda con la que acompañaba comentarios mordaces. Tenía un primo apellidado Centeno que era todo lo contrario: alto, generoso, enchamarrado siempre. Seguramente Arias algún día fue diputado del PRI o auxilió a algún delegado. Tenía perfil para eso. Lo cierto es que un par de años fue mi amigo en la primaria.

Recuerdo a Joaquín en el primer año de la secundaria 76, ubicada cerca del Mercado de Mariscos de la Viga, en la Ciudad de México. Joaquín era pequeño —el más pequeño del salón— y me albureaba siempre. Nunca entendí sus albures, pero las risas de los demás me hacían ver que yo era la víctima propicia. ¿Qué fue de Martha Cuautzontle? Era una adolescente morena que me inició en el ritual hormonal del onanismo. Ella y las piernas de una chica apellidada Landa Varela me metieron en una ruta inédita a mis doce años.

Ya en la preparatoria número 4, de Tacubaya, encontré en José Manuel Figueroa un alter ego. Juntos pasamos de la mesa del futbolito a las primeras discusiones literarias y políticas. Lo mismo me ocurrió con José Manuel Méndez Bernaldez, padre de mis sobrinas Tania y Tatiana. Juntos inauguramos el tránsito a la edad adulta y a nuestros primeros derechos ciudadanos. Juntos descubrimos también una pasión por el lenguaje y la música.

¿En qué matrimonio o divorcio terminó metida Martha de la Mora Castillo, una especie de novia que me provocaba calosfríos ignotos? Y Araceli o Blanca, ¿qué fue de ellas y de sus maravillosos senos?

Hacer el recuento de los amigos extraviados en el tiempo es un ejercicio que sirve para entender por qué los trenes dejaron de pasar. ¿Qué terminó alejándonos? En buena parte, las mudanzas. Ir de un edificio a otro —o de una escuela a otra— nos aleja de algunas amistades. Nos mete en otro tren con pasajeros que un día se volverán entrañables, pero desaparecerán posteriormente.

Somos la suma de nuestros amigos perdidos. Ellos terminan definiendo el tránsito de nuestras vidas.

A algunos los extraño brutalmente. Extraño nuestras conversaciones. Recuerdo sus palabras en el momento de una discusión. Algunas novias terminaron siendo una promesa penosamente incumplida.

¿Qué nos hizo alejarnos? ¿Por qué no consumé el sexo, por ejemplo, con Betty, la japonesita? ¿Qué prejuicio estúpido me hizo detenerme a la mitad de sus senos? Un día la vi de lejos: había dejado de ser la hermosa adolescente que me quitaba el sueño. Su rostro reflejaba esa amargura que acompaña en ocasiones a quienes fueron en un momento nuestras novias.

Nos movemos como trenes antiguos en estaciones que dejaron de recibir pasajeros. Los durmientes de las vías fueron abandonados como las promesas eufóricas hechas a la sombra de nuestra adolescencia. Los besos que les dimos a nuestras novias terminaron en algún viejo zaguán.

Ahora mismo me invade una nostalgia abrumadora. De algo estoy seguro: en algún lugar del mundo alguien hace el mismo ejercicio de nostalgia. ¿Con qué ojos nos miran, con qué palabras nos describen?

Hace poco soñé con mi primo Agustín Domínguez Álvarez. Estábamos en la colonia Jardín Balbuena con sus hermanas Silvia, Cristi y Vicky. Poco después de que recordé el sueño en voz alta recibí un mensaje de WhatsApp. Era Agustín, mi primo, que preguntaba por el niño que algún día fui. Desde entonces nos comunicamos muy seguido y perseveramos en la promesa de comer muy pronto. Eso implicará viajar a la Ciudad de México. Es decir: viajar al pasado. Me tiene entusiasmado ese encuentro. Será como ir a la tierra abandonada de la infancia. O como abordar uno de los trenes que un día dejaron de pasar.

Es perturbador que un sueño mío lo haya llevado a buscarme. Eso me hace pensar que justo ahora que escribo estas líneas, en plena madrugada, estoy convocando a esos otros trenes que perdí con los años.

De alguna manera sé que algún día me encontraré de nuevo con los amigos y las novias que extravié con el tiempo o con las mudanzas del alma, esas mudanzas brutales que son más definitivas que las que nos llevan de un departamento a otro. (Este relato aparece en el más reciente número de la revista Dorsia que dirige la brillante Alejandra Gómez Macchia).

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