La traición está ligada al poder.
Quien lo amasa, traiciona.
Pero la peor traición es la que se da entre pares.
La historia de nuestro país es brutal en este sentido.
Porfirio Díaz, por ejemplo, traicionó a quien siempre vio por él: Benito Juárez.
A Díaz lo traicionaron sus cercanos al volverse invisibles en los peores momentos.
A Madero lo traicionaron todos.
¿Y qué decir de Zapata o Villa o Carranza?
Plutarco Elías Calles traicionó a quien lo hizo presidente —Álvaro Obregón—, quien antes había clavado diversos puñales en las espaldas de sus benefactores.
La traición también ha llegado a nuestro estado.
Manuel Bartlett apuñaló a Mariano Piña Olaya en cuanto llegó a sucederlo.
En ese momento se rompieron las formas, la amistad y el respeto.
Cosa rara: don Melquiades Morales no continuó esa bonita tradición, pero él sí fue masacrado por Mario Marín.
A éste lo han traicionado todos.
¿O cuántos de sus prestanombres y beneficiarios lo siguen yendo a ver a prisión?
Se cuentan con los dedos de una mano.
Tony Gali traicionó a Rafael Moreno Valle, y al primero lo han abandonado casi todos.
Sólo uno que otro canta hazañas jamás realizadas.
Sergio Salomón Céspedes volvió a romper esa danza de las deslealtades, una vez que públicamente sigue reconociendo a Miguel Barbosa Huerta.
La traición está en Shakespeare.
Y entre nosotros: en La Sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán.
El traidor actúa en las sombras o en los reflectores del poder.
Ernesto Zedillo no tuvo empacho en traicionar a quien lo hizo presidente —Carlos Salinas— a los dos minutos de haber rendido protesta.
Larga es la sombra de la deslealtad.
Y ésta es un germen que nace en las cloacas.
El gobernador Sergio Salomón ha sido un puente inédito en esta trama de alacranes.
Y aunque hubo quienes le aconsejaron una ruptura total con el pasado desde el primer momento, él se ha conservado en el sano equilibrio.
Pero éste será tema de mi siguiente columna.
