Las reglas de la sucesión se han movido de nuevo.
El presidente López Obrador ya entró en una de las últimas fases de la misma, por lo que no será extraño que, a la manera de Kasparov, recurra a una jugada de ajedrez que distraiga a sus oponentes en lo que logra sacar, mediante un acuerdo de unidad, a quien contienda en las urnas en 2024.
Kasparov era un artista del sacrificio.
Todo en aras de cuidar al rey.
El denominado “sacrificio de desviación” podría ser ensayado por López Obrador para distraer una de las piezas contrarias desde una casilla (Palacio Nacional) donde está realizando una tarea en particular: ganar abrumadoramente los comicios que vienen.
En la práctica, ha venido ejecutando diversos tipos de sacrificios desde que se inició en la vida política.
Además del sacrificio de desviación, el sacrificio de destrucción, el sacrificio magnético, el sacrificio de clarificación y el sacrificio de tiempo.
El único sacrificio que no está dispuesto a hacer en su tablero político es el sacrificio suicida.
Tras admitir que el próximo candidato de Morena a la Presidencia podría salir por consenso, López Obrador dijo —después de que por mayoría los ministros de la Corte batearon el Plan B— que ahora vendrá el Plan C (el Plan Claudia), el cual consiste en ganar los trescientos distritos federales del país para lograr la mayoría calificada en San Lázaro y el Senado.
Eso no se logrará por arte de magia.
Para ello se requiere enviar como candidatos a diputados, a senadores y a gobernadores a personajes realmente fuertes en temas de arraigo, conocimiento y números en las encuestas de a deveras.
Por eso escribí al principio de esta columna que las reglas habían cambiado.
Y al cambiar, se mueve todo.
Casi todo.
Lo único que al parecer no se moverá será su decisión de que Claudia Sheinbaum sea la candidata de Morena a Palacio Nacional.
De ahí en fuera, todo puede ser sujeto de cambios.
Se trata —Lo ha venido diciendo el presidente en los últimos días— de arrasar en las urnas.
No ganar: arrasar.
Y eso no se logra con candidatos muy conocidos pero con mala fama pública.
O candidatos medianamente conocidos.
O amigos de los amigos que no ofrezcan triunfos arrolladores.
La operación de los gobernadores también será clave en esta trama.
Y eso implica que los candidatos a sucederlos gocen de su confianza.
Las cosas se complicarían si en un estado el que llegue no genere la confianza suficiente como para mover el aparato estatal en su favor.
Se están equivocando quienes piensen que el enemigo está en Morena y no en la oposición.
En Puebla, por ejemplo, no hay la menor relación entre Ignacio Mier Velazco y Alejandro Armenta Mier.
Peor aún: sus huestes se lanzan bolas de caca todos los días, generando que los agravios sean mayores.
Julio Huerta e Ignacio Mier también han entrado en confrontación.
Nada de eso le va a gustar al presidente cuando se tenga que tomar una decisión en el caso Puebla.
Para que haya un acuerdo político que culmine con una candidatura de consenso es necesario que los agravios vayan a la baja y que los acercamientos vayan al alza.
No se trata de que se vuelvan amigos.
Se trata, sí, de que el camino de la unidad no esté hecho de piedras, baches y ceniza del volcán.
Y si bien las encuestas de Morena son parte del legado del presidente, se ponderarán más los acuerdos políticos que los números fríos.
Eso sí: el candidato que surja rumbo a Casa Aguayo debe asegurar un triunfo arrollador.
No una victoria apretada.
Un triunfo que genere victorias similares en las contiendas a diputados federales y senadores.
Las reglas cambian porque hoy para el presidente está en juego más que nunca la sobrevivencia de la 4T.
No hay, no puede haber, lugar para los titubeos ni las ocurrencias.
Patria o muerte, es la única consigna.