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domingo, noviembre 24, 2024

Retrato de payasos con Prozac

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Vicente Fox grita desde su rancho: “¡Despierta, México!”. 

Antes había balbuceado, con sus cotidianos errores de lenguaje, que “López” —así le dice al presidente López Obrador— era lo peor que le ha pasado a este país y que, además, está enfermo de poder. 

Ufff. 

Lo dice el Presidente que perdió la oportunidad de hacer los cambios que requería México. 

El tipo que vivió medicado con Prozac. 

El gandul al que le chupó la mollera y el seso la mismísima Martha Sahagún. 

Nuestra Mari Bárbola. 

Fox habla para una mesa de impresentables: el falso historiador Francisco Martín Moreno, Carlos Alazraki, Javier Lozano, la señora Wallace, Beatriz Pagés y dos desconocidos: una senadora y un columnista. 

Todos coinciden en algo: que López Obrador es lo peor que le ha pasado a México. 

Lo dicen los que en su momento saquearon al país y lo llevaron a una situación límite. 

Los censores. 

Los genios de la propaganda negra. 

Los chicharroneros que critican todo lo que hace el Presidente. 

Los amigos de Genaro García Luna. 

Los empleados de Felipe Calderón. 

Pura finísima persona. 

Faltaba más. 

Ah, y por cierto, todos ellos son Loret. 

 

Los feminicidas y el huevo de la serpiente.

Todo mundo condena los feminicidios.  

Leo sermones convertidos en diatribas.  

Escucho gritos encendidos.  

¿Cuándo y cómo empezó esto?  

La serpiente puso el huevo hace miles de años.  

En mi caso personal, recuerdo comidas familiares en las que los hombres —salvo mi padre— competían por ver quién sometía más a sus esposas.  

Algunos las humillaban públicamente entre broma y broma. De pronto, esas mujeres terminaban llorando, hartas de tanto desprecio disfrazado de risa.  

Las tías guapas y solteras —viudas, divorciadas— eran el blanco perfecto de las insinuaciones y los acosos.  

Todo era una gran puesta en escena del macho sobre la hembra.  

Pero era lo normal, lo común, lo que pasaba —en mayor o menor medida— en las familias mexicanas. Normalizábamos esa violencia verbal y la reproducíamos en los juegos y en nuestras relaciones.  

La chica que tenía más de dos novios en un breve periodo era una puta a la que podía usarse.  

Las muchachas de servicio eran parte de nuestra iniciación sexual.  

Estaban para eso.  

No nos escandalizábamos porque habíamos normalizado la violencia en contra de las mujeres.  

Justificábamos la infidelidad paterna, pero crucificábamos la infidelidad materna.  

La señora que engañaba a su marido en nuestra adolescencia llenaba nuestras fantasías sexuales y, para no variar, la llamábamos puta.  

La banalidad del mal era nuestro juego.  

Y así crecimos.  

Así crecieron también los asesinos de mujeres.  

En esos contextos, en esa bonita tradición de la familia mexicana.  

La película Roma retrata esos momentos.  

La serpiente estaba poniendo su huevo y aplaudíamos.  

Hoy no sabemos qué hacer ante tanto feminicidio y hasta el discurso oficial de condena suena hueco, inconsistente.  

El olvido es más tenaz que la memoria.  

Todos somos potenciales asesinos de mujeres.  

Nos educaron para eso.  

Nos cebamos en los diarios, en los noticieros, en las redes sociales.  

Lucramos con el morbo que generan las muertas. Publicamos sus fotos.  

Describimos la manera en la que las desollaron.  

¿En qué momento se pudrió todo? 

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