El 23 de diciembre, unas horas antes de que llegue la Nochebuena, el ungido escuchará las palabras mayores que lo convertirán en el candidato a la gubernatura de Puebla por Morena, puerta de entrada a Casa Aguayo y a todo lo que eso significa.
En el México reciente era común que el gobernador en turno invitara a cenar con su familia a su sucesor.
Fue una tradición que se siguió durante muchos años.
Y éste acudía en su posición de virtual candidato.
En esta ocasión sólo sabemos que el futuro gobernador cenará pavo, a diferencia de sus contrincantes, quienes devorarán, cada uno en su mesas, un pollo feliz.
O un pollo triste.
(Dependiendo el caso).
Qué mejor manera para el ungido de celebrar su triunfo en la encuesta, representación fría de un corazón caliente: el del presidente López Obrador.
Cinco meses diez días separarán a nuestro personaje del preciado triunfo.
En ese lapso, el Señor Ungido se sentará con todos los actores políticos y financieros del estado: los que lo aman y los que lo detestan.
Los que conspiraron en su contra y los que abonaron el camino.
Los que jugaron dos o tres cartas, y los que le fueron fieles y ovejeros desde el primer minuto.
Y se dará por primera vez un ritual generoso e inédito:
La consagración del poder compartido.
El número 2, ya lo hemos dicho, habrá de elegir la posición más elevada después de la gubernatura.
Y en ese premio de consolación habitará la Presidencia de la Junta de Gobierno y Coordinación Política o la candidatura a la Presidencia Municipal de Puebla.
Y así sucesivamente vendrán los otros premios para los que no ganaron.
Un factor operará en ese ritual: la buena voluntad y el mejor ánimo de los protagonistas.
El senador Alejandro Armenta ha venido diciendo que para que ese proceso interno culmine en los mejores términos tendrían que eliminarse las actitudes bélicas que han hecho de esta contienda una guerra de castas.
Una guerra plagada de cosacos hirientes.
Una temporada de injurias y descalificaciones.
En esos términos, jura el senador, no podría darse un buen final sino todo lo contrario.
¿Qué es lo contrario?
Un final sin acuerdos cuajado de desconfianza, desdén, rencores vivos, agravios sin sanar.
Ese escenario no curaría las heridas de la guerra.
Y eso obligaría a una cirugía a corazón abierto.
¿Cómo sentar en una mesa a quienes se han agraviado una y otra vez a lo largo de este proceso?
Y aquí nos referimos a los primos Ignacio Mier Velasco y Alejandro Armenta Mier.
Los operadores de ambos tendrían que estar tendiendo puentes en aras de restañar heridas.
Los finales apocalípticos no son buenos para nadie.
Los quince minutos de pataleo podrían convertirse en una larga pesadilla.