Manuel Bartlett es un fantasma en mi vida.
Siempre, de una manera u otra, ha estado presente en mis escritos periodísticos y (presuntamente) literarios.
Sobre él escribí mi primera crónica en Puebla: la caminata de Mariano Piña Olaya y el propio Bartlett por la avenida Reforma una mañana de 1992, cuando el primero le enseñó al segundo el Palacio de Gobierno, la vía del poder en Puebla y el cine del mismo nombre.
Yo me pegué a ellos a una distancia ideal.
Y como ninguno de los dos me ubicaba, pude escuchar toda la conversación: una conversación inédita en la que el gobernador que ya se iba le dijo al que vendría cómo andaban las cosas domésticas en Puebla.
Cuando al día siguiente apareció mi crónica en la primera plana de Cambio, muchos personajes voltearon a verme.
Pero ésa es otra historia.
Antes, en 1988, por órdenes de Bartlett —quien era un poderoso secretario de Gobernación y autor, ya, de la Caída del Sistema— fui echado fulminantemente de los micrófonos de la radiodifusora XENG, de Huauchinango.
Mi delito —además de bailar el chachachá—: dar a conocer los resultados electorales publicados en las sabanas de las casillas del entonces X Distrito Federal, mismos que favorecían por muy amplia ventaja a Cuauhtémoc Cárdenas.
En la sede del área de Radio de RTC —ubicada en los Estudios Churubusco, en la Ciudad de México—, el titular —un funcionario de avanzada— me dijo que no podría estar ante los micrófonos en los próximos seis meses por instrucciones del licenciado Bartlett.
Tantas veces ha estado presente ese fantasma que hasta escribí y publiqué una novela en la que él es uno de los personajes principales.
Nunca olvido la tarde en que el fantasma me visitó en forma por demás escalofriante.
Vea el hipócrita lector:
Estaba viendo en Netflix una serie sobre las autodefensas de Michoacán cuando de repente se apagaron, al mismo tiempo, la pantalla y el Apple TV.
Llamé al equipo de Vigilancia del fraccionamiento para investigar si ellos tenían el mismo problema.
—No, señor Mejía, lo que pasa es que unos trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad entraron a cortar la luz de cinco domicilios.
(Bartlett era el director general de la CFE).
Empecé a quejarme porque el recibo bimestral no me había llegado, o porque si llegó, alguien lo había guardado, o porque si lo guardó, había quedado oculto: lejos de la vista y de la posibilidad de pagarlo en los cajeros —normalmente inservibles— de la CFE.
Entré a la aplicación de la entonces oficina de Bartlett y pagué.
Luego llamé al 071.
Una voz femenina tomó mis datos y me dijo que el servicio sería restablecido —”cuando mucho”— en veinticuatro horas.
—¿Es decir que hoy no me van a poner la luz, señorita? —pregunté lleno de miedo.
—Crío yo que no —respondió entre apática y burocrática.
—¿O sea que por la ineficiencia del licenciado Bartlett tendré que esperar a que la pongan mañana? —rezongué.
—Crío yo que sí. —dijo mecánicamente.
—¡Su servicio es una basura! —rematé furioso.
—Gracias por llamar a la Comisión Federal de Electricidad, señor Mejía. Fue un gusto atenderlo —fingió la mustia.
Adivine un escenario atroz: en las próximas horas no podría seguir viendo las historias del doctor Mireles en Michoacán, mi wifi estaría indispuesto, la comida del refrigerador se echaría a perder, los hielos se transformarían en agua, el chile atole se volvería una masa nauseabunda, la falsa leche de Emilio Maurer se cortaría, la carne de Ryc se pondría sebosa, los nopales perderían su esencia mexicana, la bomba de la cisterna sería pieza de museo…
Y todo por culpa del fantasma del licenciado Bartlett.
Hace tiempo que está retirado del mundo.
Lo imagino en su residencia de Lomas de Chapultepec leyendo un buen libro en francés: su idioma favorito.
(Estudió en París en la misma época en que lo hicieron Porfirio Muñoz Ledo y Cuauhtémoc Cárdenas, justo cuando París era una fiesta).
Lo imagino planeando un viaje a Europa para ver pintura.
Lo imagino conversando sobre alguno de sus autores favoritos con algún amigo.
(El jurista y politólogo Maurice Duverger, por ejemplo, de quien Bartlett tradujo uno de sus libros fundamentales).
La última vez que don Manuel apareció en público fue el 16 de julio de este año en Palacio Nacional.
Interrogada sobre la visita de nuestro personaje, la presidenta Claudia Sheinbaum dijo con una sonrisa que seguramente había ido a saludar a algún amigo.
Y cambió de tema.
(Nadie llamado Manuel Bartlett va a Palacio Nacional a saludar solamente a algún viejo amigo).
¿De qué hablaron él y la presidenta?
Sólo ellos lo saben.
Lo cierto es que esa conversación seguramente fue de antología.
Algún día sabremos el fondo de la charla.
Lo cierto es que, hoy por hoy, don Manuel es un hombre feliz, tranquilo y retirado de la cosa pública.
Y no sería impensable que estuviera escribiendo sus memorias.
Serán una delicia.
Una brutal delicia.


