Este miércoles por fin se aclarará el panorama en torno a la candidatura de Morena a la alcaldía de Puebla.
No fue un proceso fácil.
Hubo puertas que tocar, reuniones de conciliación y un ajedrez maduro.
(Aunque no faltó la torre que se sintiera caballo o el peón que se disfrazó de alfil).
Las negociaciones suelen ir después de las encuestas.
Sobre todo en Morena.
No es cosa fácil tragar sapos, y una vez tragados, sonreír.
Siempre he creído que las encuestas son un ejercicio de matraca.
En consecuencia: propaganda pura.
Quien paga, manda.
Y mueve números.
(Un maestro en esto es el inefable Alito Moreno: un peón que se disfrazó de rey en el carnaval de Campeche).
El caso es que las encuestas de Morena tienen un sexto sentido que les permite generar el don de la claudicación.
(Los perdedores se suman al ganador después de agotar el inevitable derecho al pataleo).
La negociación de otras posiciones siempre va de la mano con el reconocimiento.
Aunque hay veces que el derrotado quiere meter a toda la familia y a su pareja en ese canje de favores.
No diré nada, pero habrá señales.
El candidato será hombre y le dicen Pepe.
En un mundo de candidaturas, siempre habrá algunas para quienes no fueron beneficiados por la encuesta.
Lo importante en este caso es que la nomenklatura de Morena optó por el que puede ganar, aunque no pertenezca a la zona perfumada de los “puros”.
(Ya lo escribí antes: no hay puro que no sea hipócrita).
El presidente López Obrador quiere tener las dos terceras partes del Congreso de los diputados.
Claudia Sheinbaum quiere lo mismo.
Y así hasta debajo de la pirámide.
Una mala apuesta electoral pondría en riesgo esa posibilidad.
Las amenazas no sirvieron de nada.
Tampoco los chantajes.
Quienes recurran a esas trampas quedarán exhibidos.
(Ah, por cierto: Alberto Anaya logró poner a Liz Sánchez como compañera de fórmula de Ignacio Mier en la fórmula de Morena al Senado).
Quien tira la perla de su alma dentro de una copa de vino debe prepararse para dos cosas: para lo mejor o lo peor.
Lo primero abre las puertas —como en este caso— del Palacio de Charlie Hall.
Lo segundo conduce a una muerte por asfixia.
Y no hay respiración artificial que salve al pobre diablo.
O diabla.
Cuestión de enfoques.