Leo la columna de Denise Dresser sobre una diputada de Morena que la denunció por violencia política de género.
Dejo un fragmento muy útil para entender el contexto:
“Una diputada plurinominal de Morena es captada en un avión gubernamental, en compañía de su familia, siendo trasladada a un evento del partido. La diputada participa activamente en la campaña de un precandidato presidencial y entonces secretario de Gobernación. Ante el cuestionamiento que suscita el uso irregular de un bien público, la diputada primero acusa ‘Photoshop’ y ‘guerra sucia en su contra’. Conforme aumentan las pruebas, cambia su versión, y afirma que rentó un ‘aerotaxi’. La duda sobre el préstamo del avión despierta preguntas de interés público: ¿Quién se lo presta y por qué? Decenas de columnas, tuits y memes especulan sobre los motivos detrás de un privilegio concedido a un miembro de la élite morenista. En este contexto, una analista sugiere que ‘en la narrativa pública’ se habla de una relación personal entre el precandidato y la diputada, sin afirmar que eso sea cierto. Acto seguido, la diputada demanda a la analista por ‘violencia política de género’ ante el INE. “Demanda sólo a la analista crítica del gobierno, e ignora a otros u otras que se refieren a la supuesta relación personal de manera más explícita. Es la segunda vez que la diputada acosa judicialmente solo a esa analista.
“(…) Después, la Sala Especializada del Tribunal Electoral falla en contra de la analista, y se le imponen las penas más severas: una multa de 20,748 pesos, una disculpa pública, un curso sobre violencia política de género, y su colocación -durante año y medio- en el Registro Nacional de Personas Sancionadas en Materia de Violencia Política contra las Mujeres en Razón de Género”.
Disculpe el hipócrita lector por la larga pero sustancial cita.
En México pasamos de las denuncias de difamación y calumnias —que llevaban a la cárcel a los periodistas— a las demandas de Daño Moral —que los obligan a pagar un monto económico por la deshonra causada—, y a las denuncias por Violencia Política de Género —que los introducen a una cloaca denominada “Registro Nacional de Personas Sancionadas en Materia de Violencia Política contra las Mujeres en Razón de Género”.
Quienes habitan ahí se vuelven parias.
Y son señalados en las fiestas, primeras comuniones, bodas, bautizos y orgías.
De entrada, durante un tiempo pierden sus derechos políticos.
Entre otros: el de ser candidatos a un cargo de elección popular.
¿En qué momento llegamos a esta situación?
La columna que el lector tiene ante sí nació en 1996, en plena época de las cavernas.
Confieso abiertamente que en sus orígenes —los primeros diez o doce años— escribí barbaridad y media sobre la clase política.
No tenía autocensura alguna porque mi idea de una columna tenía como sabio rector a un poeta: Salvador Novo, quien durante muchos años acabó —vía su pluma— con las honras de pintores, escritores, funcionarios, políticos, burócratas (de altos vuelos) y demás personajes.
Inspirado en Novo, me dediqué durante una buena temporada a hurgar en las vidas privadas de los políticos basado en un concepto demasiado moderno para la época: “Los políticos no tienen vida privada. Lo que toca el dinero público no puede ser privado”.
El resultado fue atroz.
Nadie resiste una auditoría a su vida privada.
“No somos santos”, diría el clásico.
Todos tenemos cadáveres en el ropero.
Cómo imaginará el lector, me llenaron de denuncias por difamación y calumnias.
Una agente del Ministerio Público —paisana mía— sacó todo el odio que me tenía a través de múltiples denuncias interpuestas por terceros.
(Yo mismo me sorprendí del tamaño de su odio).
Incluso, dos escritores famosos —un “masculino” y una “femenina”, como dicen algunos periodistas sin diccionario de sinónimos a la mano— también me denunciaron por revelar favores presidenciales obtenidos en la mesa principal de la residencia oficial de Los Pinos.
Como regalo de fin de año, un ilustre y respetado (y muy querido) magistrado envió a mi oficina el legajo completo del caso, mismo del que, por cierto, salí ileso.
Con dicho legajo, por cierto, se puede matar a un cristiano dejándoselo caer en la mollera.
Es pesadísimo.
Todavía lo guardo en mis archivos muertos.
(También tengo archivos vivos o semivivos).
La denuncia por difamación y calumnias más célebre de las que interpusieron en mi contra —con muchas ganas de verme en prisión— fue en tiempos de Mario Marín.
¿Quién la puso?
El propio Mario Marín.
¿Quién me juzgaría?
El mismísimo Mario Marín.
Todo hubiera estado dentro de lo medianamente normal si Marín no hubiese sido el gobernador del estado de Puebla.
(Pelearse con un gobernador no es recomendable. Cualquiera de los involucrados en el pleito puede terminar en la cárcel. Marín —quien se peleó con una periodista— es un buen ejemplo de ello).
Marín me denunció a través de doce empleados suyos.
Todos ellos eran diputados locales ligados al magisterio.
Y los doce acudieron juntos —casi en fila india— a interponer la denuncia un domingo al mediodía.
Y para que el coscorrón fuera completo, la “procuradora de hierro”, Blanca Laura Villeda, los estaba esperando a la puerta de la dependencia que dirigía con los brazos abiertos.
(Ninguna de las organizaciones de periodistas, por cierto, denunció el acoso judicial ni mucho menos. Cómo hacerlo si cobraban en la nómina de Marín).
No he dicho la razón por la que el gobernador me denunció.
La atrocidad consistió en una modesta columna en la que relaté cómo doce diputados ligados al magisterio seguían cobrando en la nómina de la Secretaría de Educación Pública, pese a que recibían sus onerosas dietas en el Congreso.
Al leer mi escrito, Marín hizo dos llamadas.
Una, a Rafael Moreno Valle, a la sazón líder del Congreso, y otra al titular de la SEP —Darío Carmona.
Al primero le ordenó que los doce involucrados me denunciaran.
Al segundo le dijo que me invitara a la Secretaría y que pusiera a mi disposición la nómina.
—Dice el gobernador que busques los nombres de los diputados aquí —me dijo con una sonrisa inevitablemente burlona.
Cómo no hacerlo: la nómina —dividida en centenares de gruesas carpetas— se encontraba en un enorme auditorio.
Imaginé que dicha nómina estaba en orden alfabético.
Qué ingenuidad.
La anarquía alfabética reinaba en ese maremágnum.
Durante dos o tres horas busqué sin encontrar nada.
Con los años entendí algo: bruto es aquél que piensa que el poder es bruto.
Me preparaba para cenar cuando recibí una llamada telefónica.
Era Salomón Jauli, titular del deporte y gran amigo de años.
—Me urge verte —me dijo ese viernes que me llamó a las nueve de la noche.
Nos vimos en un restaurante de la colonia La Paz.
Ahí me narró una escena de terror.
Montado en el potro del alcohol, el gobernador le ordenó a la procuradora —en una larga mesa en la que se hallaba el gabinete en pleno— que me metiera a la cárcel.
Textualmente le dijo: “¡Mi procuradora de hierro! ¡Quiero a Mario Alberto Mejía en San Miguel, chingá!”.
—¡Sí, señor gobernador! ¡Estamos metidos en eso, señor gobernador!
(San Miguel no es un templo, es un Cereso. Es decir: una prisión).
Esa noche no dormí.
Varias noches me asaltó el insomnio.
Días después, Javier López Zavala, poderoso secretario de Gobernación, me ofreció una tregua pactada entre él y Moreno Valle.
¿Cómo convencieron al gobernador?
Nunca lo supe.
Lo cierto es que no habrá quedado muy contento pues al poco tiempo un “empresario” me denunció de nuevo.
Pero ésa es otra historia.
Ahora que leo la columna de Denise Dresser veo que el mundo no se ha movido de lugar.
Y es que sigue siendo exactamente igual al mundo que perdí.
Bruto es aquél que piensa que el poder es bruto, me digo al momento de leer la columna de Denise Dresser.