En poco tiempo, el gobernador Sergio Salomón se ganó la confianza y la amistad de Andrés Manuel López Obrador.
El acto público de este sábado en Tepeaca dejó constancia de ello.
El presidente comió en la casa del gobernador con la familia de éste y conversó sobre temas ajenos al poder.
Quienes conocen al presidente saben que pese a vivir en Palacio Nacional no ha sido víctima de la frivolidad.
Y eso se nota en la actitud.
(Diría Julio Torri: la historia de la vida de un hombre está en su actitud).
El discurso que dio en Tepeaca ya estuvo bañado por cierta, inevitable, nostalgia.
(La nostalgia del último año).
Los gestos, las palabras, las expresiones, ufff, acompañaron la fiesta del pensamiento.
Y en ese clic también estuvo, y de qué manera, el gobernador de Puebla.
Los últimos sucesos en la política local —de unos meses para acá— han sido claves en la espléndida relación que tienen.
(Pero eso sólo lo entienden algunos iniciados).
Fue un ambiente distinto el de este sábado.
Lejos, por cierto, de los actos políticos de siempre.
Cerca, faltaba menos, de una palabra viva, pero escasa como los aguacates: fraternidad.
Periodistas flotadores. Unos días antes de que concluyera el 2023, un periodista poblano me confesó que, ante el dilema (de física cuántica electoral) de decantarse por uno de los dos candidatos a la gubernatura de Puebla, optaría simplemente por flotar.
Es decir: estaría con Alejandro Armenta, pero también con Eduardo Rivera.
Esa fuerza de flotación —digna de Arquímides de Siracusa— le garantizará —también me lo confesó— estar con Dios y con el diablo sin arriesgarse.
—¿Y cómo le harás a la hora de las definiciones? —le pregunté.
—Les daré voz a ambos.
—¿Y cuando las campañas lleguen a la bonita hora de la guerra sucia? —insistí.
—No me voy a meter en eso.
Esta dualidad esquizofrénica no es sólo suya.
La comparten varios periodistas que en aras de no perder el convenio publicitario con el ayuntamiento de Puebla —que sigue siendo manejado por Eduardo Rivera— les están dando un trato equilibrado a los candidatos de Morena y el PRIAN.
Sus tuits son el ejemplo vivo de lo que digo.
En un tuit ponderan a Armenta y en el siguiente ponderan a Rivera.
Y cuando escriben sus sesudas columnas argumentan que, aunque Armenta encabeza las encuestas, Rivera tiene todas las posibilidades de crecer.
Esta fauna es la misma que primero le apostó a Julio Huerta y luego se inclinó por Armenta.
Todos los conocemos.
Son los mismos que están convencidos de que A+B es C.
Todo irá bien en su estrategia hasta que todo empiece a ir mal.
Y es que un día tendrán que abandonar su doble juego y salir de la zona de flotación.
Hoy por hoy, ofrecen sus servicios a ambos bandos y les prometen lealtad eterna.
Lo que ignoran es que ya los descubrieron y que tarde o temprano habrán de definirse.
Y aquí no habrá un Julio Huerta que les sirva de lancha para cruzar el río.
Las ausencias. En diciembre fallecieron don Gabriel Sánchez Andraca, don Julián Abed y doña Lupita, dueña del ya desaparecido restaurante “El pingüino”.
Don Gabriel, fundador del periódico Cambio, fue siempre un hombre feliz y generoso.
Nacido en Guerrero, encontró en Puebla un hogar, una familia y un periódico.
En esos ámbitos se movió toda su vida.
Diría su epitafio: hizo el bien mientras vivió.
Don Julián era un sabio cruzado de un gran ser humano.
Su corazón siempre fue más grande que todos sus negocios.
Vivió hasta el final en su casona de la colonia La Paz, donde el general Rafael Moreno Valle creó la primera Casa Puebla en sus tiempos de gobernador.
Ahí, junto al desfile de políticos y empresarios alternaban las divinas garzas, algunas cebras y una que otra jirafa.
Don Julián Abed también se ganó un epitafio generoso.
Sus amigos lo extrañamos.
¿Y qué decir de doña Lupita?
Era un ángel que flotaba de la cocina al comedor de “El pingüino”.
Ahí llegaron los clientes más dilectos y poderosos.
Exgobernadores como Manuel Bartlett, Mariano Piña Olaya, Melquiades Morales y Miguel Barbosa acudieron con cierta regularidad al pequeño pero emblemático restaurante, convertido al paso de los años en un lugar de culto.
Y Lupita siempre estuvo ahí —con su entrañable sonrisa— hasta que una enfermedad se fue a vivir a su cuerpo.
Descanse en paz quien tanto nos dio.