Andrés Manuel López Obrador les ha venido ganando la narrativa a sus adversarios.
El caso más reciente es el del aeropuerto Felipe Ángeles.
Los levantacejas están furiosos porque lo inauguró el día que prometió.
De no haberlo hecho así, habrían sido los primeros en exhibir su falta de palabra.
Pero como sí lo logró, buscan los errores en cada metro cuadrado.
El tema de la señora que vendía tlayudas —que en realidad eran doraditas— lo magnificaron de tal forma que implícitamente dejaron ver su rabia clasista.
Irónico, habilidoso, el presidente jugó para la tribuna —que lo ama— y volvió a exhibirlos.
Es lo bueno de tener como adversarios a cavernícolas como Alazraki, Paco Zea, Ángel Verdugo y Francisco Martín Moreno.
Ganar la narrativa es algo que no saben hacer los enemigos del Presidente.
No dan una.
No influyen en nada.
Sus discursos son hueros y desdorados.
En Puebla, el gobernador Miguel Barbosa Huerta va por el mismo rumbo.
Todos los días les ha venido ganando la narrativa a sus detractores.
Ya en una columna anterior hablé de los políticos que fueron enterrados en las elecciones de 2021.
¿Qué les queda a todos ellos?
El derecho al pataleo y la bilis derramada en las mesas de los restaurantes.
Son curiosos estos ejemplares:
No hablan, murmuran.
No debaten, imponen.
(O creen que imponen sus tesis).
No razonan, injurian.
No dilucidan, escupen.
Y por ahí los ves practicando el arte de la lectura de la mente.
Es decir: creen que le leen la mente al presidente López Obrador.
Y en función de eso arman sus estrategias.
Para eso tienen perritos callejeros que repiten cantaletas ad infinitum en portales que nadie lee.
En esa fauna hay varios exjefes de prensa de cadáveres poco exquisitos.
Cadáveres que han venido perdiendo a sus alfiles en Palacio Nacional.
No obstante, perseveran.
Y engañan.
Sólo les creen sus empleados a sueldo.
Es lo que tienen.