A lo largo de estos casi 27 años de escribir una columna diaria he aprendido muchas cosas, y otras más las he dedicado a desaprender.
Mis primeros años de columnista los ubico entre 1996 y 2001, cuando hice ese ejercicio en las páginas de El Universal Puebla y Cambio.
Una segunda etapa vino entre 2001 y 2006, cuando ofrendé mis columnas en Intolerancia y Cambio —nuevamente.
Luego vino una etapa llena de desasosiego —la guerra que desató el gobernador Marín en contra, entre otros, de quien esto escribe.
Esa temporada se dio entre 2006 y 2008 en los espacios de Cambio y La Quintacolumna (una página web llena de sangre).
En 2008 migré a El Columnista, donde me reinventé haciendo columnas ligeramente reflexivas.
Fue un tiempo de muchas lecturas y aprendizaje.
A la par de eso enfrenté la publicación de dos libros en mi contra y una veintena de primeras planas —también en mi contra.
Otra etapa más vino cuando partí a Sexenio en 2011.
Nuevos baños de sangre convivieron con un ejercicio francamente literario.
Seguí usando el cuchillo cebollero, pero le di un tamiz de cierta poesía.
(¿Qué es la cocina sino la combinación de cuajo, buche, cebollero y poesía?).
En 2015 fundé 24 Horas Puebla y a la par busqué reinventar, una vez más, mi forma de escribir columna periodística.
Fueron años de combate diario marcados por giros que no solían aparecer en las columnas políticas.
Entre otras cosas, aprendí que hasta para cortar el cogote se requería cierta elegancia.
Una nueva etapa llegó entre 2019 y finales de 2021 en las páginas de ContraRéplica Puebla.
Así, hasta culminar en Hipócrita Lector.
Técnicamente soy el mismo.
Me llamo igual, calzo del mismo número, he regresado a tallas antiguas —pese a las pastas y el tinto—, rindo tributo a la amistad, y amo los pastos verdes —como los perros ovejeros— y las mujeres melancólicas.
Soy el mismo, pues, pero tengo otra manera de mover el abanico.
Es decir: mi columna.
(Mi querida María Clara de Greiff —quien la próxima semana iniciará desde Hanover, New Hampshire, una novela por entregas en nuestro diario— me recordó una frase feliz del entrañable Juan Alfonso Priante Hinojosa, misma que encaja con lo que quiero decir: “Cuando éramos jóvenes y pendejos… Hoy nada más somos pendejos”).
Cuando éramos jóvenes y pendejos, pues, mi columna era bastante rústica, por no decir rupestre.
Era adicto a los lugares comunes —“tópicos”, los llamaba Flaubert—, y los usaba todo el tiempo.
Con el tiempo aprendí a detestarlos y a darles la vuelta.
No hay nada más vomitivo en una columna que un lugar común.
Hoy que sólo soy pendejo, he aprendido que columna que no narre alguna buena historia no sirve para nada.
Todas esas columnas se irán inevitablemente —a los diez minutos de haber sido publicadas— a un basurero en el que hay cebo humano (y animal), cuajos de vaca, pescuezos de pollo, algunos políticos, ciertos pozoles y una que otra riñonada.
Disculpe el hipócrita lector este arrebato.
Quise escribirlo para cerrar el 2022, pero los terremotos poblanos de diciembre me lo impidieron.