Estábamos Gerardo Islas, Alex Basteri y yo bailando en Lov, un antro muy chic de Polanco.
Un antro underground al que iba todo mundo, ese mundo en el que por 2011 se movía Gerry.
Como un Mick Jagger de la política, el Niño en la Sopa, como lo bauticé cuando muy púber ya se sentaba a dos metros del presidente en turno —en este caso Ernesto Zedillo— , bailaba y platicaba junto a Rebecca de Alba, el Burro Van Ranken, Galilea Montijo y otros personajes de la farándula mexicana.
En el Lov, hay que decirlo, se bailaba y se platicaba al mismo tiempo.
Veníamos, oh, locura, de haber estado con otros amigos de Gerry en The Palm, ese restaurante de culto ubicado también en Polanco.
¿De quiénes hablo?
De Billy Rovzar, el Temerario, OV7.
(Varias veces me pregunté en silencio: ¿Qué carajos hago aquí?).
Lo más surrealista vino cuando el Temerario y yo terminamos hablando del octosílabo español en la mesa estupefacta.
Gerry iba y bajaba siempre con prisa.
No tenía tiempo para detenerse.
Él mismo era un Ferrari manejado por Fernando Alonso.
De un desayuno con Manlio Fabio Beltrones pasaba a un café con Belinda, un té con Moreno Valle, una comida con Osorio Chong y una cena con Luis Miguel.
El final apoteósico tenía un lugar de culto: Lov.
Y al otro día, mientras sus compañeros de juerga andaban como moco de pavo, Gerry ya estaba viajando en el avión particular de Carlos Slim Domit, a quien le decía El Charal muy quitado de la pena.
Siempre dije que Gerry era un mago que ganaba elecciones sin despeinarse.
Y si las perdía, de inmediato se reinventaba pasando una temporada en el yate de Luis Miguel, su gran amigo junto con Picha—Alex Basteri.
Él y Picha fueron inseparables.
A todos lados llegaban vestidos como mirreyes.
(Ya se sabe: trajes Brioni —con pañuelo en la bolsa superior—, corbatas Versace, zapatos italianos —Ferragamo de preferencia—, y una magia que les abría todas las puertas: las de los presidentes de la República, los empresarios más pudientes y los cantantes que vivían en un permanente penthouse mental.
La suya fue como el slogan de Sexenio, su revista: una extraordinary life.
No le pedían pase para entrar a un antro, a una disco, a Palacio Nacional o al mejor casino de Las Vegas.
Hace unas horas, cuando Luis Tiffaine me confirmó su muerte, me vino como de rayo la última vez que lo vi reinventarse.
Su partido, Fuerza por México, no había alcanzado el mínimo para obtener el registro nacional.
Imaginé que encontraría a un Gerry devastado.
Nada de eso.
Frente a mí tenía al mismo Gerry que vi moverse como pocos en Lov.
Estaba fresco, entero, como si el mundo no se hubiese movido de lugar.
—¿Te volviste autista? —le pregunté con cierta crueldad.
Y tras darme su negativa, me trazó el mapa del tesoro que vendría.
Con los meses venció mi escepticismo.
Gerry estaba de vuelta —como un Mick Jagger lleno de dopaminas— recorriendo el país y reconstruyendo a su partido.
La última vez que lo vi, hace unas semanas, fue en Casa Puebla.
Llegó de lo más saludador viajando en la burbuja de Adán Augusto López Hernández, el poderoso secretario de Gobernación.
—Me voy a España. Regresando te busco para irnos a comer —me dijo.
Un tuit de Viridiana Lozano me provocó un mareo: Gerry había muerto precisamente en España.
Mick Jagger morirá en la cama rodeado de sus perros, su familia y sus cuentas bancarias.
Qué indigno final para un rockstar.
Gerry murió en la fiesta: a bordo de ese tren rápido en el que vivió siempre.
Descansa siempre en paz, querido amigo.