Muy pocas ciudades me han causado la impresión que me generó Mombasa. Es vibrante y caótica. Si viste la película Inception seguramente recuerdas la escena en la que Cobb (Leonardo Di Caprio) se encuentra con Eames (Tom Hardy). Y qué decir de esa gran persecución por las calles de Mombasa con la música de Hans Zimmerman de fondo (Zimmerman, sí, nominado al Oscar por la banda sonora de la película).
En cuanto nos bajamos del ferry, Anuar (un muy buen amigo) y yo tomamos un tuk tuk que nos llevó al Fuerte de Jesús. Habíamos pasado los últimos días en Diani, una playa en la costa del Océano Indico, a una hora de ahí. Se nos acercaron dos personas que se ofrecieron a guiarnos a la ciudad antigua. Todo olía a humedad y tierra mojada. Les dijimos que no, gracias, que preferíamos hacerlo solos, además de que inmediatamente sospechamos de ellos.
Subimos por nuestro lado al fuerte. Pero cuando nos dimos cuenta ya estábamos platicando y riéndonos con Mohamed y Dogo, quienes terminaron acompañándonos todo el camino.
Hay ciudades que entran por los ojos. Otras, en cambio, sólo se conocen probándolas. Mombasa es tan intensa que se percibe con todos los sentidos, pero principalmente se huele. No hay nada que yo recuerde más que los olores de la ciudad.
El barrio antiguo de Mombasa es fascinante. Tiene una extraordinaria mezcla de arquitectura islámica, templos hindús y edificios portugueses. Muchas de las casas tienen maravillosos balcones tallados en madera, que, sorprendentemente, han sobrevivido a la absoluta falta de mantenimiento. Está lleno de callejuelas que forman laberintos, llenas de charcos, y todas sin pavimentar. Por todos lados había niños jugando y muchas de las calles estaban abarrotadas de gente.
Entre las callejuelas del barrio antiguo el olor a humedad y tierra se mezclan de repente con un aroma a café árabe. Vendedores de café caminan por las calles, esquivando charcos y basura. Llevan, colgando del cuello, una charola con tazas de vidrio y jarras de metal llenas de café. A éste le agregan jengibre y otras especies que llenan de olores todo el ambiente. En otras calles el jengibre se mezclaba con el olor a Viazi, papas capeadas, y faláfel con una salsa hecha de una mezcla de chiles frescos y coco rallado.
Anuar estaba aterrado de probar comida callejera, así es que yo era la catadora oficial. Mohamed y Dogo nos llevaron a sus puestos de comida favoritos. Les brillaban los ojos con cada cosa que comprábamos. Seguimos caminando por las callejuelas hasta que el olor a comida callejera se quedó atrás y la brisa trajo un olor a mar. Llegamos al antiguo mercado de esclavos, ahora convertido en un mercado de pescado. Los pescadores se reunían a las seis de la tarde todos los días y salían a pescar durante la noche. Ya no era tan temprano cuando llegamos. El mercado estaba casi vacío y el olor a pescado se mezclaba con un insoportable olor a basura. Cientos de gatos rondaban el lugar en busca de migajas. El mercado da a un estuario que divide el Barrio Antiguo de la Isla de Mombasa.
Seguimos caminando hasta llegar a un puesto de café a la orilla del agua. Había un grupo grande de señores sentados y muchísimos gatos rondando las mesas. Nos sentamos a tomar un café y a platicar con algunos de ellos. Junto a nosotros había un pequeño parque lleno de árboles de jazmín. El olor a basura quedó atrás gracias a la brisa del mar. Los portugueses fueron quienes llevaron el jazmín a Mombasa. La gente siembra jazmín en donde puede. Las mujeres lo recogen y lo aplastan en las noches para que sus casas huelan al aroma que desprende.
Pasamos por la casa de un músico famoso. Había una puerta de metal entreabierta, Mohamed preguntó si podíamos pasar. Zein l’Abdim estaba sentado del lado derecho del oscuro salón, en un taburete. La única luz entraba por las dos ventanas con barrotes que daban a la calle. Había otras tres personas sentadas sobre unos tapetes estilo persa muy desgastados, y al fondo un señor sentado en un sillón de terciopelo rojo. Nos quitamos los zapatos. Yo me senté sobre un cojín verde cerca de las otras tres personas. Había por todos lados tazas de café sucias y ceniceros llenos de colillas. El ventilador del techo giraba muy lentamente y crujía en cada vuelta.
L’Abdim nos señaló un artículo del periódico que tenía pegado en la pared de cuando fue de gira por Europa. Después tomó su laúd y empezó a tocar. Una niña de unos cinco años de edad que nos había ido siguiendo se trepó en los barrotes de la ventana para ver mejor. Después entró a la casa y se sentó junto a mí en el tapete. Había un piano al fondo. Anuar, que es un gran pianista, empezó a improvisar siguiendo a Zein l’Abdim. Éste tocaba taarab, que es una mezcla de música árabe y africana. Después, Anuar empezó a tocar salsa en el piano y l’Abdim no tardó en seguirlo con su laúd, y le pasó un tambor a Dogo. El señor del fondo sacó otros tambores y unos panderos. De un momento a otro se formó una banda. La gente que pasaba por la calle se empezó a acercar a las ventanas para escuchar la música. (Me enteré hace poco que Zaim l’Abdim murió en esa casa en 2016. Kenia estuvo de luto por su muerte).
Antes de irnos, salió una señora del fondo de la casa. Nos repartió unas tazas de café con jengibre que llenaron por última vez. El ambiente con esa mezcla de olores a Mombasa sigue vivo en mi memoria. También la música de Zaim l’Abdim.