José Manuel Sánchez Ron
Napoleón Bonaparte (1769-1821) es uno de los grandes nombres en la historia de la humanidad. Es posible, por supuesto, nombrar muchos otros políticos y gobernantes que también dejaron huella, positiva o negativa, en los anales de la historia, pero existe un punto que diferencia a Napoleón de la gran mayoría de éstos: la relación que mantuvo con la ciencia. Napoleón realmente amó la ciencia.
Representativo en este sentido son unas manifestaciones suyas, que consignó Étienne Geoffroy Saint-Hilaire. Según este naturalista, que formó parte de la expedición a Egipto que comandó el militar corso, éste pasó su última hora en El Cairo, antes de comenzar su regreso a Francia, con los científicos Monge y Berthollet hablando sobre física, en particular sobre la atracción entre partículas: “Aquí estoy”, declaró, “conquistando Egipto como hizo Alejandro; sin embargo, me habría gustado más seguir los pasos de Newton.
Este pensamiento me ocupó desde que tenía quince años”. Y a continuación comenzó un monólogo sobre la magnificencia de los descubrimientos planetarios de Newton y sobre lo que él podría haber llegado a hacer en este dominio. Muy similar es la cita que reprodujo François Arago, en la que es patente la fe –sin duda exagerada– que Napoleón tenía en sus habilidades científicas: “Si no me hubiese convertido en general en jefe, me habría sumergido en el estudio de las ciencias exactas.
Hubiera construido mi camino en la ruta de los Galileo, los Newton. Y como he triunfado constantemente en mis grandes empresas, pues también me habría distinguido mucho con mis trabajos científicos. Habría dejado el recuerdo de bellos descubrimientos. Ninguna otra gloria habría tentado mis ambiciones”.
En lo que a su propia formación científica se refiere, sabemos, por ejemplo, que en la Escuela de Artillería se las apañó para leer la Histoire naturelle de George-Louis Leclerc, conde de Buffon, y que al ser reducido a la inactividad en 1795 por Robespierre y sus seguidores, aprovechó para seguir cursos de química, de botánica y de historia, bien en el curso tercero de la École Normale o en el Lycée des Arts.
A la isla de Santa Elena, el proscrito emperador se llevó la misma obra de Buffon que acabo de mencionar, junto con otras como la Astronomie. théorique et pratique (3 tomos, 1814) de Jean-Baptiste Delambre, el Traité de minéralogie (4 tomos, 1801) de René-Just Haüy, el Système des connaissances chimiques (10 tomos, 1800) de Antoine-François Fourcroy, y el Cours de mathématiques à l’usage de l’École centrale des Quatre-Nations (9 tomos, 1805) de Sylvestre François Lacroix, en cuyo tomo de álgebra se encontraron tres hojas de cálculos realizados por el propio Napoleón.
No fue, está claro, un gran científico; ni siquiera, deberíamos añadir, un científico, aun así, y debido a sus éxitos militares en la campaña de Italia (el 2 de marzo de 1796 fue designado comandante del ejército de Italia, con el cual inició la campaña de Italia el 10 de abril), al regresar de ésta, el 25 de diciembre de 1797 (5 de nivoso del año VI según el calendario establecido por la Revolución), cuando tenía sólo 28 años, fue elegido miembro de la Sección de Mecánica de la Primera Clase (“Ciencias físicas y matemáticas”) del Instituto Nacional de Ciencias y Artes, sustituyendo al ingeniero (estudió en la Escuela Real del Cuerpo de Ingenieros de Mézières) y político Lazare-Nicolas-Marguerite Carnot (1753-1823), expulsado por el Directorio –del que formaba parte desde el 4 de noviembre de 1795, junto a Letourneur, Barras, Reubell y La Révellière-Lépaux– después del golpe de Estado de Barras.
El día siguiente, esto es el 6 de nivoso, Napoleón aceptaba su elección como miembro del Instituto de Francia con las siguientes hermosas palabras:
“Ciudadano Presidente, el sufragio de los distinguidos hombres que componen el Instituto me honra.
Sé bien que antes de ser su igual, seré durante mucho tiempo su discípulo. Si existiera una forma más expresiva de hacerles saber cuánto les estimo, me serviría de ella. Las verdaderas conquistas, las únicas que no producen ningún pesar, son las que se realizan sobre la ignorancia. La ocupación más honorable al igual que la más útil para las naciones es la de contribuir a la difusión de las ideas humanas. El verdadero poder de la República francesa debe consistir en no permitir que exista una sola idea nueva que no le pertenezca”.
Ningún hecho muestra mejor lo orgulloso que Bonaparte se sintió de su pertenencia a esa selecta e histórica institución, en la que, parece, se sentaba al lado de Pierre Simon de Laplace y del matemático Sylvestre François Lacroix –con los cuales, por cierto, firmó informes y comunicaciones–, que el que hasta 1815 siempre pusiese en el primer lugar de su lista civil: “Tratamiento de su majestad el Emperador y rey como miembro del Instituto: 1.500 francos”, y que en Egipto se hiciese designar con la fórmula siguiente: “Général-en-chef. Membre de l’Institut” (“General en jefe. Miembro del Instituto”).
En plena preparación de la campaña de Egipto, atareado como sin duda debía de estar, asistió a varias sesiones del Instituto, firmando con el matemático Gaspard Monge y Laplace algunos informes. Y en 1801, Napoleón añadió un nuevo título a los que ya tenía: el de presidente de la Academia de Ciencias. Se convirtió, por consiguiente, en el soberano de la nación y de la ciencia francesa. Su primera tarea como presidente fue reorganizar la Academia, nombrando para ello a Delambre como Secretario Perpetuo.
El Institut National des Sciences et des Arts del que entró a formar parte Bonaparte era una institución fruto de la Revolución. El 8 de agosto de 1793, un decreto de la Convención nacional ordenaba la supresión de todas las academias del Antiguo Régimen, como vestigios de un orden social, manantial o foco de discriminaciones elitistas, que se deseaba eliminar.
La Academia de Ciencias, establecida en 1666 (la primera reunión tuvo lugar el 22 de diciembre) según un proyecto de Jean-Baptiste Colbert, bajo el nombre de Académie Royale des Sciences, era una de las academias suprimidas. Su pasado era ciertamente luminoso: había contado entre sus miembros a luminarias como Antoine-Laurent de Lavoisier –la gran víctima científica de la Revolución (murió, como es bien sabido, víctima de la guillotina)– y Christian Huygens.
Hubo, no obstante, alguna institución que se salvó del fervor revolucionario. El Jardin du Roi, o Jardín des Plantes (fundado en 1635), fue una de ellas. Reconocida su utilidad, en junio de 1793 la Convención la recreó bajo el nombre de Muséum d’Histoire Naturelle.
La Constitución del 5 de fructidor del año III, votada por la misma Convención que había eliminado el año anterior las academias, establecía en su artículo 298 la creación de un “Instituto Nacional, encargado de perfeccionar las ciencias y las artes”. Tal institución fue creada mediante leyes del 3 de brumario y del 15 de germinal del año IV (25 de octubre de 1795 y 4 de abril de 1796).
Incluso una lectura apresurada de las manifestaciones que el político e historiador Pierre Claude François Daunou realizó durante la primera sesión pública del Instituto pone en evidencia el espíritu revolucionario que la animaba, un espíritu para el que el conocimiento, indisolublemente unido a la racionalidad, ocupaba un lugar primordial:
“Ciudadanos,
Junto a los primeros poderes, órganos o instrumentos de la voluntad del pueblo francés, la Constitución ha situado una sociedad literaria que debe trabajar para el progreso de todos los conocimientos humanos y, en el vasto campo de las ciencias, la filosofía y de las artes, secundar mediante cuidados asiduos la actividad del genio republicano.
El Instituto Nacional no ejerce ningún control administrativo sobre otros establecimientos de instrucción; ni tendrá a su cargo ninguna tarea de enseñanza habitual. Para sustraerla del peligro de que alguna vez se considere una especie de autoridad pública, las leyes la han situado lejos de todos los mecanismos que imprimen movimientos inmediatos y la han dejado esa lenta y siempre útilinfluencia que consiste en la propagación de las luces, y que produce, no la rápida manifestaciónde una opinión o de una voluntad, sino el desarrollo sucesivo de una ciencia o el inadvertido perfeccionamiento de un arte.
Y se añadían estas memorables palabras: “Todos los que tienen el derecho de pedirles trabajos no tendrán el poder de ordenarles opiniones, y como el Instituto no posee medio alguno de erigirse en rival de la autoridad, ya no se podrá convertir en esclavo o instrumento de una tiranía”.
Inicialmente, se pretendió dividir al Instituto en cuatro clases: Ciencias físicas y matemáticas (24 miembros), Aplicaciones de la ciencia al arte (40), Ciencias morales y políticas (22) y Literatura y bellas artes (42). Finalmente, sin embargo, la primera y la segunda se combinaron, con 60 miembros, quedando las dos restantes con, respectivamente, 36 y 48. A su vez, las clases se dividieron en secciones, cada una limitada a un tema y con 6 miembros, residentes en Paris, y 6 en otros departamentos.
Al unirse a esta institución, producto de la Revolución, al igual que al relacionarse estrechamente con científicos que habían colaborado con entusiasmo con ella, Napoleón formaba, inevitablemente, parte de aquel mundo revolucionario, compartiendo una parte de su herencia, aunque, como señaló François Furet en 1989, “nada le unió a los vencidos de 1789, pero nada indica tampoco algo más que un poco de entusiasmo con respecto a los vencedores”. De hecho, finalmente, cuando se convirtió en emperador, traicionó los ideales de la Revolución, pero no su fe y amor a la ciencia.
En el Memorial de Sainte-Hélène Las Cases recordaba que mientras el “emperador se paseaba por el jardín y conversaba sobre diversos temas, se detuvo en el del Instituto, su composición y su espíritu. Cuando se presentó a su regreso del ejército de Italia, podía considerarse entre los de su clase, compuesta por unos cincuenta miembros, como el décimo.
Lagrange, Laplace y Monge estaban a la cabeza. Era un espectáculo bastante notable, agregó, y del que se ocupaban mucho los círculos, el ver al joven general del ejército de Italia en las filas del Instituto, discutiendo en público, con sus colegas, sobre temas muy profundos y en extremo metafísicos. Se le llamó entonces el geómetra de las batallas, el mecánico de la victoria.”
Al creer, como sin duda creía, en la utilidad de los conocimientos para el progreso, y estar convencido que el avance científico y técnico marcha a la par con el desarrollo de la sociedad, Napoleón era un hijo leal del Siglo de las Luces. “Sólo aquellos que quieren engañar a los pueblos y gobernar en su propio interés”, escribió el conde de Las Cases citando palabras de Napoleón, “pueden querer mantenerlos en la ignorancia; porque cuanto más ilustrados son, más individuos habrá convencidos de la necesidad de las leyes, de lo conveniente de defenderlas, y más asentada, dichosa y próspera será la sociedad.
Y si alguna vez pudiera ocurrir que las luces fuesen perjudiciales para la multitud, esto no será sino cuando el gobierno, en pugna con los intereses del pueblo, lo acorrale en una posición forzada o reduzca la última clase a morir de miseria; porque entonces tendrá más maneras de defenderse o convertirse en criminal.