Carlos Chimal*
“La nueva ética es conocer como prioridad absoluta, irrenunciable”, me dijo la primera vez que platiqué con Wagensberg. Era muy emocionante para el que esto escribe, no solo porque acababan de aceptar mi manuscrito en la colección dirigida por él (Luz interior. Conversaciones sobre ciencia y literatura), sino porque había ganado un concurso, cuyo producto fue una miniserie de televisión, convocado por Fundación MacArthur, FONCA, Canal 22 e ILCE, y sabía que estaba a punto de iniciar una renovación muy importante, millonaria, en el anticuado, pequeño museo de Ciencias de Barcelona. Matando dos pájaros de un tiro, Jorge nos recibió al videoasta Luis Lupone y a mí en su oficina del edificio original, donde nos habló de un sinfín de historias y razonamientos que lo habían traído hasta este punto.
La caja popular catalana, La Caixa, le abrió una chequera con el objeto de convertirlo en un referente de la museografía mundial. Formó un equipo de jóvenes interesados en la cultura científica como fenómeno social, los instruyó, al mismo tiempo que escribía varios libros con reflexiones propositivas, desde cómo redactar una cédula para determinado diorama, hasta resolver los dilemas del espacio seguro, eficiente, práctico, frente a la necesidad de contar una historia, casi invisible, casi perdida, que, no obstante, se ramificó en muchas otras. Son éstas las que nos han llegado a manera de diversas especies fósiles, vivas, pues su sistema nervioso las delata.
Según me contó una de tantas veces que pude conversar con Jorge, se dio vuelo visitando las ferias de fósiles en el sureste norteamericano, así como localizando a los mejores modelistas para los dioramas acerca de la evolución de las especies. Cinco años después, en 2004, abrió sus puertas el museo que forjó, con la idea de hacernos comprender de manera lúdica, profunda, las maravillas de la naturaleza. Al recorrerlo uno descubre el cuadrivio de la imaginación entre argucia literaria, escepticismo científico, emoción artística e ingenio tecnológico.
Un día me obsequió un ejemplar de un libro épico acompañado de fotografías (Amazonia. Ilusiones ilustradas).Poco tiempo después me dijo que estaba enamorado de una brasileña y de su país, de manera que formaron una familia. Con la esperanza de honrar el amor, el conocimiento, la conservación gracias a la tecnología actual, se trajo en un contenedor trasatlántico un pedazo de esa región sudamericana al Museo CosmoCaixa. Finalmente, en 2009, se inauguró el bosque inundado. Entrar en esa gigantesca, húmeda cápsula del espaciotiempo, donde llueve de manera artificial cada quince minutos, nos muestra en toda su sencillez y complejidad los mecanismos de la evolución biológica, así como el dominio humano sobre el conocimiento. Un sencillo y contundente acto de amor, mientras las gotas caen con fuerza sobre la superficie ribereña.
A una hora y media en tren se encuentra la pequeña ciudad de Figueres, cuyo atractivo principal es el Teatro Museo Dalí. Parado bajo la cúpula geodésica que matiza la luz del sol sobre la entrada del sitio alucinante, imagino al joven físico Jorge Wagensberg Lubinski. En 1985, emocionado y sereno, inauguró frente a un público expectante las jornadas internacionales para el diálogo entre arte y ciencia “eterno”, en palabras de Salvador Dalí. Uno de sus invitados fue el premio Nobel, Ilya Prigogine, conocido del artista y a quien tanto admiró Jorge. Supo utilizar sus temas iniciales (termodinámica, procesos irreversibles, teoría del caos) para expandir sus puntos de vista como pensador. Buscó compartir experiencias peculiares, extraordinarias, orientadas a iluminar el camino común a través de un relato, una reflexión filosófica, un aforismo, tanto en el aula como en el museo y la conferencia a propósito de un libro que acababa de publicar.
Wagensberg sostenía opiniones radicales con la intención de provocar en las personas un sentimiento iluminador, una duda útil, aunque en ocasiones resultará incómoda. Así, afirmaba que si tenías diez pesos, era tu obligación usar cinco para comprar la torta y cinco para un libro. Comer y conocer siempre deberían ir de la mano. Un día me confesó su gusto por las ferreterías. Le dije que a mí también me atraía detenerme en esos oasis del tiempo tecnológico. Caminamos por el casco antiguo de Barcelona. Frente a uno de esos negocios de quincalla, localizado en un edificio modernista, sobreviviente de la especulación inmobiliaria, Jorge se refirió a la incomprensión del conocimiento científico por parte del público. La parábola del biólogo y el herrero le servía para describir este asunto. Supongamos que alguien compra un cuchillo en esta ferretería y lo utiliza para asesinar. Puesto que muchas personas pasan a diario frente al escaparate de una ferretería como esta, todos compartimos el riesgo de que ese cuchillo sea mal usado y no le exigimos nada al ferretero ni al fabricante. En cambio si un biólogo crea personas diminutas que trabajan sin parar ni protestar, la sociedad entera se volcará a recriminarle. ¿Cómo se te ocurre investigar en un asunto prohibido? ¿Cuál es la diferencia? Que, como sociedad, aún no entendemos el riesgo de intervenir en los procesos vitales, sabemos poco de ciencia y, en consecuencia, somos incapaces de compartir el riesgo. Por tanto, el biólogo (todo científico) está obligado a poner en el escaparate de la divulgación su trabajo con el propósito de proporcionarle a la gente argumentos para juzgar y decidir cómo desea proceder.
La primera renovación de CosmoCaixa terminó en 2004. El museo abrió sus puertas aprovechando que Barcelona sería sede del Fórum Mundial de las Culturas el verano de ese año. Su conferencia magistral fue divertida y llena de ideas inspiradoras. Como un verdadero mago, Jorge embelesó al público, la mayoría jóvenes, que abarrotó el auditorio. Acompañado por Pep Bou, el hombre burbuja, quien en ese entonces llevaba un buen rato haciendo las delicias de su público con pompas de jabón, nos contó la historia más bella del cosmos, una historia simple, colmada de objetos simétricos, efímeros, redondos y delicados. Él los llamaba entes de una piel sui generis: piel líquida, piel de burbuja. Entre las pompas de Pep nos condujo por el camino del Big bang, nos permitió descubrir el origen de las bacterias, escudriñar en el futuro del Universo. Como decía Jorge, “larga vida a la realidad, vivan por siempre las burbujas… ¡y que la selección natural sea benigna con nosotros!”. Hablamos de cuando la sinrazón se hace lógica y pocos se atreven a dudar. “Es obsesionarse con mentiras que nos hacen sentir bien, como una droga, ofreciéndonos la ilusión de estar en lo correcto”, afirmó Jorge. Esa clase de seducción personalizada (dado que se alimenta de datos que hemos introducido en cualquier dispositivo conectado a internet), encaminada a enardecer y a provocar un aletargamiento, nos llevará a hacernos claudicar en lo que creíamos, o bien a reforzar nuestros temores atávicos. La amenaza y el engaño, la promesa de vengar nuestra frustración estimulan el cerebro y otros músculos.
La última ocasión que pude platicar con él hablamos de los embates de quienes ponen en duda cuatro hechos fundamentales (no verdades, aunque se acercan mucho) observados durante siglos, lo cual tampoco implica que algo no pueda cambiar o agregarse en el futuro. Tales “verdades” puestas en tela de juicio por el fascismo cabalgante son:
- La naturaleza es regular.
- Existe una realidad separada de la mente humana.
- La naturaleza puede comprenderse.
- Nuestro razonamiento es consistente.
En el fondo de nuestra percepción acerca de la naturaleza como un fenómeno regular, consistente, descubrimos ramificaciones ancestrales que desembocan en la conformidad, es decir, en las formas que a lo largo de la evolución ha resultado factible congregar en las diferentes especies mientras luchan por sobrevivir. Estamos conformados de cierta manera y no de otra. Semejante homogeneidad se expresa en proteínas y otras moléculas bioquímicas, en docenas de colonias bacterianas; al mismo tiempo, puede representarse con palabras y números. Apela a la continuidad, a lo que adquiere sentido para no destruir la sustentabilidad de las cadenas biológicas y, simultáneamente, conservar lo inteligible en términos antropocéntricos: la simetría en el Universo debido a la manera en que está construido nuestro cuerpo, en particular el sistema nervioso. Una vertiente sustantiva de la consistencia como cualidad básica que no debemos olvidar para internarnos en el tercer milenio se refiere a la tenacidad y la uniformidad como sinónimo de confiabilidad, de que algo es válido o alguien tiene validez. Iconoclastas y amigos del oscurantismo se regodean poniendo en tela de juicio el aspecto más vulnerable y, al mismo tiempo, valioso de la civilización contemporánea: la libertad de pensamiento, de opinión y de intercambio de experiencias, en suma, el derecho a dudar.
Niegan que nuestra lógica sea cien por ciento útil. Se preguntan: ¿cómo lo sabemos? No lo sabemos. Sin embargo, lo que están haciendo es extrapolar un teorema matemático (el de Incompletitud, formulado por Kurt Gödel) y afirman que es imposible desarrollar una explicación total de las cosas que, a su vez, demuestre que esa explicación es verdadera. Por tanto, suponemos que los axiomas (las afirmaciones que son el sustento de nuestra investigación) siempre serán válidos, aunque no tengamos una última prueba de ello. En realidad, esta exageración olvida, en forma mañosa, la existencia de otros bloques esenciales, listos para demostrarnos, día a día, que, al construir sobre ellos, la realidad resulta consistente, congruente, y la contradicción formal se desvanece. Si esos bloques no se cumplieran en la vida cotidiana, jamás habrían logrado posar una sonda en un asteroide viajando a velocidades fabulosas; o bien, hubiera sido imposible combatir el ataque de nuestros depredadores, los virus, por ofrecer dos ejemplos fehacientes.
En 2014 empezó a tomar forma un sueño acariciado desde tiempo atrás, del cual Jorge me platicó varias veces: crear un museo dedicado al diálogo inédito entre imaginación científica y descubrimiento en el arte. El vasto y soberbio acervo pictórico y ornamental del museo de la Ermita (Hermitage), en San Petersburgo, estaba a su disposición. Era una inigualable oportunidad de abandonar los clisés, las interpretaciones tergiversadas sobre las conjunciones y disyunciones entre la expresión artística y la mirada de la ciencia, sin olvidar su alma gemela, la tecnología. Hacer buena literatura sin recurrir a fuegos de artificio, la contundente sencillez antes que nada. Por desgracia, uno de los males de nuestro tiempo, el cáncer, interrumpió este sueño. Murió en marzo de 2018, poco antes de cumplir 70 años de edad.