En México, cada vez que llega la temporada de lluvias se repite una tragedia anunciada. Lo que debería ser un fenómeno natural previsible se transforma en una catástrofe social, política y moral. Las recientes lluvias intensas y catastróficas provocaron inundaciones, deslaves y desbordamientos de ríos que arrasaron con todo a su paso. En cuestión de horas, el agua se llevó sueños, casas, vidas e ilusiones en Veracruz, Puebla, Hidalgo, Querétaro y San Luis Potosí.
En tan solo cuatro días cayeron 1,800 milímetros de lluvia, la mitad de lo que llueve en promedio durante todo un año en esas regiones.
Las cifras son demoledoras: Puebla: 23 municipios afectados, 19 muertos y 5 desaparecidos. Veracruz: 40 municipios afectados, 34 muertos y 14 desaparecidos. Hidalgo: 27 municipios afectados, 22 muertos y 20 desaparecidos. Querétaro: 8 municipios afectados y 1 muerto. San Luis Potosí: 12 municipios afectados. En total, 76 muertos y 39 desaparecidos. Pero más allá de las estadísticas, hay miles de familias que se quedaron sin nada: sin casa, sin sustento y, sobre todo, sin confianza en sus gobiernos.
Cada año repetimos la misma historia: no hay protocolos claros, los sistemas de alerta fallan y las autoridades —municipales, estatales y federales— reaccionan cuando el desastre ya es irreversible.
El Servicio Meteorológico Nacional había advertido lluvias récord y riesgo extremo, pero los gobiernos no activaron los sistemas de prevención. En Veracruz, por ejemplo, la gobernadora Rocío Nahle y su equipo de Protección Civil omitieron activar la alerta roja; apenas recomendaron “mantenerse atentos”, como si una tormenta fuera un rumor y no una amenaza.
En Poza Rica, los damnificados relatan que la alerta vía celular llegó después de las once de la noche, cuando la mayoría ya dormía. Fue demasiado tarde: las aguas ya habían entrado a las casas.
En Huauchinango, en la Sierra Norte de Puebla, la historia se repite con un agravante: las autoridades locales no dieron aviso oportuno, y el titular de Protección Civil carece de formación técnica para el cargo. El resultado es la suma de muertes evitables, pérdidas materiales y una población que se siente abandonada.
De los más de 200 municipios en riesgo, solo una cuarta parte cuenta con un atlas de riesgos actualizado; el resto opera con documentos obsoletos o inexistentes. Huauchinango, por ejemplo, tiene un atlas con veinte años de antigüedad, totalmente inútil frente a la realidad actual. Es el retrato de un municipio que improvisa ante la tragedia y que parece más preocupado por justificar su ineficacia que por salvar vidas.
En la Sierra Norte poblana, la tragedia no es solo la provocada por las lluvias, sino la que generan los propios gobiernos municipales.
Los presidentes municipales están rebasados por la ambición, la ineficacia, la falta de coordinación y la corrupción. Muchos de ellos se han dedicado a simular trabajo y a repetir discursos huecos, mientras las comunidades siguen enterrando a sus muertos y durmiendo sobre el lodo, no basta con repartir despensas o tomarse fotos en los albergues: hace falta planificación, ingeniería, ciencia y rendición de cuentas.
El gobernador Alejandro Armenta ha estado presente y actuando, han comunicado acciones conjuntas y coordinadas pero seria de urgente atencion la instalacion de un Comité de Evaluación, Reconstrucción y Auditoría de la Emergencia, que integre a las áreas operativas de mayor peso en el gobierno —Infraestructura, Caminos, Contraloría, Desarrollo Urbano, Seguridad Publica y Protección Civil— y que convoque a las universidades poblanas, especialmente a las facultades de Ingeniería y Arquitectura, para que orienten y propongan soluciones técnicas y preventivas.
No se puede seguir construyendo sobre los cauces de los ríos ni en las laderas sin muros de contención. Es indispensable replantear el modelo de desarrollo urbano y rural bajo criterios de seguridad, sustentabilidad y planificación técnica. Los directores de obras públicas municipales deben asumir un papel más técnico y menos político, llevando controles de seguimiento, mapas de riesgo y reportes continuos.
Por su parte, la Contraloría estatal debe ser implacable: cada peso y cada centavo invertido debe auditarse. En emergencias, la corrupción no solo roba dinero: roba vidas, tranquilidad, paz, sueños.
Los pronósticos indican que el próximo invierno será uno de los más crudos en años. Miles de personas en la Sierra poblana están sin techo, sin servicios y sin esperanza. El gobierno estatal tiene la oportunidad —y la obligación— de sacar a la Sierra del caos. No hay margen para la retórica ni para los diagnósticos tardíos: el tiempo de actuar es ahora.
Si el gobernador Armenta logra articular un plan de reconstrucción real, con participación universitaria, auditoría pública y control técnico, marcará un nuevo precedente en la gestión de emergencias en Puebla.
El llamado es claro: que el gobierno estatal asuma liderazgo, que los municipios se coordinen, que la contraloría fiscalice, que las universidades participen y que la sociedad civil exija.
Porque lo que está en juego no es solo la reconstrucción de los caminos, sino la reconstrucción de la confianza en la autoridad, La emergencia continúa. Y mientras los ríos bajan turbios, el pueblo espera claridad.