Este será el último testimonio que dejó antes de mi ejecución. Fui conocido como El hombre que mató Halloween.
Yo no nací monstruo, fui un hombre común esposo, padre, diácono de iglesia y técnico en óptica. El tipo de persona que nadie mira dos veces en la calle, el que siempre sonríe y asiente con la cabeza cuando alguien menciona a Dios. Pero bajo esa imagen había un vacío. No uno espiritual, sino económico. Las deudas crecían como moho sobre las paredes de mi vida. Intenté mantenerme a flote con la fe, con la apariencia, pero todo comenzó a resquebrajarse.
El dinero se volvió una idea fija, una solución inmediata. En mi mente, aquel seguro de vida era una especie de salvación. Treinta y un mil dólares, lo suficiente para recomponer una vida que ya se había oxidado desde dentro. Pensé que, con ese dinero, podría ser libre. Nunca consideré que la libertad se pareciera tanto a la condena.
El 31 de octubre de 1974 llovía sin cesar. Houston se encontraba en una gran oscuridad. Los niños corrían bajo la lluvia, disfrazados, riendo entre relámpagos. A pesar del clima, insistí en salir con mis hijos. Quería que todo pareciera normal, nadie sospecha del padre que sostiene una linterna y reparte dulces a otros niños.
Timothy eligió el Pixy Stix. Aún puedo escuchar su voz, esa mezcla de entusiasmo y cansancio después del recorrido. Dijo que sabía amargo, le ofrecí un vaso de Kool-Aid y le dije que se acostara. Treinta segundos después oí su grito. Cuando entré, lo vi convulsionar, la espuma en su boca.
Durante el juicio repitieron una y otra vez la palabra “avaricia”. Dijeron que usé a mi hijo, que lo sacrifiqué. Que no había amor posible que justificara aquello. No respondí. A veces el silencio es más útil que la defensa. Mi historia se volvió noticia, y mi nombre dejó de ser el mío. Me convirtieron en símbolo de muerte.
En prisión pensé muchas veces en admitirlo, en firmar una confesión y acabar con el engaño.
Afuera, cada Halloween, los padres revisan los dulces antes de permitir que sus hijos los coman. Tal vez sea mi herencia más duradera.
Hoy terminará mi historia, cuando cierren la puerta de la cámara y el aire se vuelva espeso, tal vez piense en Timothy o tal vez no piense en nada.
Si alguna vez alguien lee estas palabras, quiero que sepa que los monstruos no nacen en las sombras ni en los cementerios. A veces usan corbata, leen la Biblia y besan a sus hijos antes de dormir.

