Ponte en mi lugar no en mi sitio, es una frase que hace algunos años utilizaron los gobiernos para concientizar a la población para que respetaran los lugares asignados para la gente que vive con una discapacidad. Desgraciadamente, hay quienes siguen sin respetar esos lugares, pero no es solo un tema de espacios para estacionarse, la gente que vive con alguna discapacidad sigue enfrentando obstáculos todos los días que merman su calidad de vida.

En México, más de 20 millones de personas viven con alguna discapacidad, ya sea motriz, visual, auditiva, intelectual o psicosocial. Aunque el país ha avanzado en políticas públicas y en la visibilización de este sector, su vida diaria aún está marcada por desigualdades profundas, falta de accesibilidad y brechas sociales que dificultan el ejercicio pleno de sus derechos.

Moverse por las ciudades es, para muchas personas con discapacidad, una prueba constante. Banquetas rotas, rampas mal construidas (cuando existen) y calles sin señalización hacen que un trayecto que debería ser sencillo se convierta en un riesgo.

Usar el transporte público es otro desafío. Muchos autobuses no tienen espacios adaptados, y aun cuando los tienen, no siempre funcionan o no se respetan. Tampoco existe una capacitación que sensibilice a los conductores, pues, en ocasiones al ver a una persona discapacitada, deciden simplemente no detenerse.

Para quienes requieren silla de ruedas, bastones guía o apoyos similares, salir a la calle puede implicar riesgos físicos y un desgaste emocional continuo. Las zonas rurales enfrentan incluso mayores carencias: caminos sin pavimentar, transporte poco frecuente y servicios básicos distantes complican la vida diaria de quienes más apoyo necesitan.

La inclusión educativa es otro reto pendiente. A pesar de que la ley garantiza el acceso a la educación, muchas escuelas no cuentan con infraestructura adecuada ni con personal capacitado para atender a estudiantes con discapacidad, esto se traduce en rezago escolar y en la exclusión temprana de oportunidades formativas.

Lo mismo ocurre en el ámbito laboral, la discriminación, la falta de ajustes razonables y las ideas preconcebidas sobre las capacidades limitan gravemente la incorporación al mercado laboral. Aunque existen programas de inclusión y empresas que han comenzado a adoptar políticas más abiertas, los casos aún son la excepción.

Por otro lado, vivir con una discapacidad significa enfrentar gastos como terapias, medicamentos, aparatos ortopédicos, transporte especial o cuidadores. Estos costos pueden ser elevados, especialmente para los hogares con ingresos bajos, que representan una parte importante de la población con discapacidad.

Las pensiones o apoyos gubernamentales, aunque necesarios, suelen ser insuficientes para cubrir todas estas necesidades. La desigualdad económica, entonces, se profundiza y perpetúa ciclos de dependencia y vulnerabilidad.

Más allá de la infraestructura y los recursos, existe un obstáculo silencioso pero persistente, el estigma. Muchas personas con discapacidad enfrentan miradas de lástima, infantilización o prejuicios sobre sus capacidades. Esta discriminación cotidiana afecta su autoestima, su autonomía y sus posibilidades de integrarse plenamente en la vida comunitaria.

A pesar de las dificultades, la comunidad de personas con discapacidad ha ganado fuerza y visibilidad. Colectivos, organizaciones civiles y activistas han impulsado reformas legales, mejoras urbanas y una conversación pública más informada. La presión social ha obligado a gobiernos y empresas a asumir un papel más activo.

México tiene aún un largo trayecto por recorrer, sin embargo, la creciente conciencia y la lucha constante de las personas con discapacidad y sus familias son señales de esperanza. La inclusión plena no es solo un tema de infraestructura o de políticas, es un compromiso social que implica ver, escuchar y comprender las distintas formas de habitar el mundo.