Entre la indiferencia del poder y la rendición del Estado
Lo que ocurre en Michoacán ya no puede explicarse como una crisis local, sino como la expresión más cruda del fracaso del Estado mexicano. En semanas recientes, la violencia volvió a mostrar su rostro sin máscara: primero con el asesinato de Bernardo Bravo, líder de los productores de limón; y después, con el homicidio del presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo, a plena luz del día, durante las festividades de Día de Muertos. Dos crímenes que retratan un mismo problema: la impunidad estructural que alimenta al crimen organizado bajo la mirada pasiva —y a veces cómplice— de las autoridades.
La Constitución, en su artículo 21, es clara: la seguridad pública es una función del Estado, que debe proteger la vida, las libertades y el patrimonio de las personas. Pero en Michoacán, esa obligación se ha diluido entre la corrupción, la omisión y la complicidad. Los gobiernos federal, estatal y municipal han renunciado de facto a su deber de garantizar la paz. Lo que subsiste es una realidad brutal: el crimen impone su ley, y el ciudadano paga las consecuencias.
Las extorsiones han paralizado la economía agrícola y comercial. Productores de limón y aguacate, transportistas y pequeños comerciantes viven entre el miedo y el silencio. En Uruapan, la violencia ya no es noticia: es rutina. Los grupos criminales controlan rutas, precios y hasta permisos de transporte o de venta. Mientras tanto, el gobierno de Alfredo Ramírez Bedolla, en lugar de enfrentar el problema, ha normalizado la barbarie.
El asesinato de Bravo fue un mensaje: quien alza la voz contra los extorsionadores, muere. Y su muerte —como tantas otras— quedó impune. Denunció públicamente lo que todo Michoacán sabe y pocos se atreven a decir: los criminales gobiernan en los hechos, y el Estado ha cedido.
Pueden decirse muchas cosas, pero en otros tiempos gobernadores como los de Sinaloa, Michoacán o Tamaulipas no habrían sobrevivido políticamente a una crisis de esta magnitud. La ineptitud, la colusión con las organizaciones criminales o incluso motivos de salud habrían bastado para que fueran retirados de sus cargos. Había, cuando menos, un sentido de vergüenza pública y de responsabilidad política: se entendía que la pérdida del control territorial o del orden social exigía nuevos rumbos y estrategias claras.
Hoy, en cambio, la mediocridad se institucionalizó. Los gobernadores ya no dimiten: se escudan en comunicados, repiten cifras vacías y se refugian en las giras militares que simulan presencia. Mientras tanto, los grupos criminales patrullan a plena luz del día, administrando el territorio que el Estado ha dejado vacante. Se ha perdido la autoridad, no solo la formal, sino la moral: esa que imponía respeto porque ejercía el poder con convicción y con límites éticos.
Se ha perdido la autoridad, no solo la formal, sino la moral: esa que impone respeto porque ejerce el poder con convicción y responsabilidad; La muerte de Carlos Manzo rompió una frontera: la de la esperanza. Manzo no solo era un alcalde; era un líder social que había decidido confrontar a los grupos delictivos, aun sabiendo el riesgo que eso implicaba. Pidió apoyo a la Federación en reiteradas ocasiones. Nunca llegó. Su asesinato fue, también, la crónica del abandono federal.
Manzo, que había marcado distancia del gobernador morenista, representaba una voz incómoda dentro del poder local. Su movimiento —el Movimiento del Sombrero— encarnaba la exigencia de seguridad y dignidad para su gente. Con su muerte, no solo se silencia una voz; se apaga una posibilidad de cambio.
La presidenta Claudia Sheinbaum, al igual que su antecesor, ha optado por proteger a los suyos antes que enfrentar la corrupción y la colusión. Su discurso regenerador pierde sentido frente a la realidad de estados capturados por el crimen, donde la línea entre autoridad y delincuencia se borra a conveniencia. El manto presidencial se extiende para cubrir a los leales, aunque el costo sea la sangre de los gobernados.
Hoy los municipios michoacanos son botín de guerra. Las bandas criminales se reparten regiones, rutas y cobros, como quien divide un pastel. Controlan la venta de carne, de pollo, de gasolina; cobran cuotas a taxistas y comerciantes. Todo bajo la vista gorda de autoridades locales que traicionan su juramento de proteger y servir.
La indiferencia oficial ya no solo es vergonzosa: es criminal.
Si Michoacán es hoy un Estado fallido, lo es porque el poder ha decidido coexistir con el crimen, en lugar de enfrentarlo. Y esa complicidad silenciosa es la mayor traición que puede cometer un gobierno contra su pueblo.
Antes de que todo el país se hunda en la misma lógica del miedo, alguien debe asumir el costo político de recuperar la autoridad moral del Estado. Porque cuando el Estado se rinde, lo que sigue no es el caos: es la barbarie institucionalizada.

