La creciente tensión entre Estados Unidos y Venezuela ha vuelto a colocar a América Latina frente a una discusión que nunca termina de resolverse: ¿hasta dónde llega la soberanía de los países? y ¿cuándo la comunidad internacional decide intervenir, directa o indirectamente, en nombre de la democracia o la seguridad?. La decisión del gobierno estadounidense de endurecer el bloqueo a embarcaciones petroleras venezolanas no es solo una medida económica; es una acción con profundas consecuencias políticas y humanitarias.
En este escenario, las declaraciones de la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, adquieren un peso especial. Su llamado a la Organización de las Naciones Unidas para evitar un derramamiento de sangre y su insistencia en una solución pacífica no son simples gestos diplomáticos. Provienen de una figura con poder político real, de un país con tradición histórica de no intervención y con autoridad moral en la región. Cuando México habla, no lo hace desde la marginalidad, sino desde una posición que puede influir en el rumbo del debate latinoamericano, principalmente en medio de un panorama con cambios recientes entre los mandatarios de otros países.
La importancia de estas posturas radica en que ayudan a marcar límites. En un contexto donde las decisiones de Estados Unidos suelen imponerse por su peso económico y militar, una voz que apela al multilateralismo y a la diplomacia sirve como contrapeso. Sin embargo, también expone una tensión interna: defender la no intervención sin proponer mecanismos más activos puede convertir ese principio en una postura pasiva frente a crisis prolongadas como la venezolana.
El reconocimiento internacional a María Corina Machado con el Premio Nobel de la Paz suma una nueva capa al conflicto. El galardón visibiliza la lucha por los derechos humanos y la democracia en Venezuela, pero también plantea preguntas incómodas. En el pasado, los discursos de “liberación” y “defensa de la democracia” han sido utilizados para justificar acciones militares o sanciones que terminan afectando a la población civil más que a los gobiernos en el poder. El Nobel, en ese sentido, puede ser un símbolo de esperanza, pero también un elemento que algunos actores internacionales usan para reforzar agendas propias.
Aquí es donde la experiencia reciente obliga a mirar con cautela. Julian Assange, fundador de WikiLeaks, documentó y denunció crímenes de guerra cometidos por Estados Unidos en conflictos como Irak y Afganistán. Sus revelaciones mostraron cómo, bajo el discurso de seguridad y libertad, se cometieron abusos graves que costaron miles de vidas civiles. Recordar estas acusaciones no es un ejercicio del pasado, sino una advertencia: la intervención extranjera rara vez es neutral o desinteresada.
Por lo anterior Assange hace una acusación directa ala fundación Nóbel, pues desde su perspectiva el reconocimiento a María Corina Machado puede reforzar que se cometan “ crímenes de guerra” en lugar de fortalecer la paz, lo cual se opone a la misión original del Nóbel, pues la premiada ha incitado de alguna forma al gobierno de Trump para la intervención no pacífica en Venezuela.
Por eso, la postura de México no puede limitarse a declaraciones bien intencionadas. Su liderazgo regional debería traducirse en propuestas concretas: impulsar procesos de mediación reales, fortalecer canales humanitarios y promover espacios donde la solución no dependa de sanciones unilaterales ni de amenazas veladas. La diplomacia, cuando es activa y consistente, también es una forma de ejercer poder.
La crisis venezolana no admite respuestas simples. Estados Unidos presiona desde la fuerza; la oposición busca respaldo internacional; el gobierno de Maduro se aferra al control interno. En medio, millones de personas civiles e inocentes, viven las consecuencias. En ese contexto, las palabras de líderes como Claudia Sheinbaum importan porque ayudan a definir qué tipo de región quiere ser América Latina: una que repite discursos sin efecto o una capaz de construir soluciones propias.
La pregunta que queda abierta no es solo qué pasará con Venezuela, sino si los países de la región, México incluido, están dispuestos a asumir un papel más firme y coherente para que la paz deje de ser solo una declaración y se convierta en una política real.

