Desde pequeña siempre estuve alerta a los regalos que en Nochebuena traería Santa Claus, emocionada y ansiosa por descubrir qué podría encontrar. En retrospectiva, creo que la mayoría de las ocasiones me gustaron mis regalos navideños; pero más que lo material, hoy entiendo que lo que esperaba realmente era la magia. Esa vibración especial en el aire, esa sensación de que algo extraordinario estaba por suceder. Aunque existan distintas versiones a lo largo y ancho del globo terráqueo para entender esta parte de la Navidad, lo cierto es que, sin importar la dinámica, el personaje o la fecha exacta en que recibimos los obsequios, el mensaje es el mismo. Aunque exista un misterio alrededor de esta simbólica tradición y muchos padres de familia guarden el “secreto” como si fuera el Santo Grial, lo cierto es que hay algo mucho más antiguo y profundo latiendo debajo de todo ello.
En países nórdicos, por ejemplo, Santa adopta rostros múltiples: desde el robusto Joulupukki finlandés que viaja en trineo acompañado de renos, hasta el sofisticado Papá Noel francés que se desliza por las chimeneas. En Italia, la Befana llega la víspera de la Epifanía para llenar medias con dulces. En México, las posadas abren el camino al festejo: velas, villancicos, piñatas que estallan en sonrisas de niños y adultos. Cada tradición, tan distinta en geografía y estética, comparte una misma raíz: la expectativa inocente de que algo bueno está por llegar.
La llegada de Santa Claus a casa es quizá uno de los acuerdos más bellos de la vida familiar. Decirle a un niño que se porte bien porque, a final de año, recibirá una sorpresa, no es simplemente una estrategia de disciplina; es un acto de ternura. Es decirle: te veo, te acompaño, y deseo para ti un futuro donde las cosas buenas llegan a quien se esfuerza y hace el bien. Es sembrar la idea de que existe un ser mágico observándolo, porque él es importante y al mismo tiempo recibe el amor de quienes lo cuidan. Año tras año, se reafirma la narrativa de que siempre hay una recompensa para quien actúa desde la bondad, y que cada niño —por el simple hecho de existir— es merecedor de un regalo porque es especial, único y profundamente amado.
Para las familias cristianas este simbolismo se entrelaza con otro mensaje ancestral: el nacimiento de Jesús como recordatorio de esperanza, compasión y renovación. La Navidad, entonces, es la invitación a reconectar con lo sagrado, lo humano y lo que da sentido a nuestras vidas.
Con el tiempo, uno comprende que los regalos físicos son apenas un vehículo; lo verdaderamente poderoso es lo intangible: la ilusión compartida y el abrazo cálido de los amigos que cierra el año.
Sin duda el verdadero misterio y regalo de la Navidad es: el amor. Ese que se esconde detrás de cada historia, cada tradición y cada sorpresa cuidadosamente envuelta. Ese que invita a creer incluso cuando la vida se pone difícil. Ese que impulsa a soñar, aunque no tengamos garantías. Ese que sostiene la fe en lo bueno, lo posible y lo que aún no vemos.
Porque, al final, Navidad brinda motivos para agradecer, abrazar, reconciliar y volver a creer. Es la oportunidad de permitirnos sentir que todavía queda magia.
Navidad es el regalo de creer, de soñar, de tener fe.
Es ese susurro que nos dice, año con año: lo mejor siempre puede venir.

