Félix Basurto y José Acosta fueron unos hombres brillantes que trabajaban en una imprenta universitaria allá a principios de los maravillosos setentas. Ésa fue la década que me marcó lo suficiente como para nunca olvidarla. Afuera de esa imprenta había una cancha de básquet ball a la que yo frecuentaba casi a diario. No fui como el personaje de J. Updike ―el de Corre, Conejo― pero casi, casi. La imprenta era de linotipia, no había algo más avanzado para la época. Luego de jugar me metía a platicar con los impresores y veía cómo F. Basurto echaba la diestra mano para marcar los originales utilizando la simbología que ahora no sé si se sigue usando.
Fue una de esas veces que se me quedó observando y me dijo “ocúpate de esto, manito, lava esos tipos móviles y mételos a la cajonera”. El punto de 14 era lo máximo que daba el lingote de aleación de plomo y estaño que dejaba caer el linotipo. Los tipos móviles eran exclusivamente para cabezales, de puntaje mayor.
Pasado el tiempo F. Basurto hizo que me aprendiera la “simbología del corrector”. Eso ya ameritaba “apachurrarse un pomo” como él decía cuando destapábamos la botella de ron. Ahí se imprimían tesis, revistas, carteles: lo necesario, lo que iba llegando. Podría decir que aprendí de a poco, sin prisas.
José Acosta ―el Ché― formaba las galeras y F. Basurto corregía a los márgenes. De limpiar móviles a meter correcciones pasó un buen tiempo pero lo comencé a hacer. Me aterra y me gusta esa frase de Piero que tanto traigo a mi cabeza: “La vida se nos va como la tarde / Y nos quedamos apagados / Muy apagados…”. Es que a partir de entonces y pasando por etapas supe lo que era una tipografía, una selección de color, las tintas, los calados, los blancos (o colgados) los medianiles, los forros, etcétera.
Después huí y llegué a otro lugar donde no conocía nada. Sin embargo tuve que adaptarme y me integré a un equipo de básquet donde me pagaban algo por jugar en las rancherías. Una situación meramente casual me llevó a conocer una imprenta en el Distrito Federal, se llamaba “Solidaridad” y ahí comencé a corregir. José Luis Martínez era el administrador y no puedo mencionarlos a todos porque aquí no me lo da el espacio aunque sí los recuerdo, como debe recordarlos también Martín Pérez Centeno.
Todo tan rápido. Somos una generación que vivió a partir de los ochentas los cambios en la manera de imprimir. Vino la composer, llegaron los programas editores y las computadoras que hasta la Editorial Joaquín Mortiz vendió como fierro viejo para fundir sus linotipos y sus tipos móviles.
Desapareció “Solidaridad” y las imprentas universitarias. El paso siguiente: la aparición de los maquiladores: el uso de los negativos, la prueba azul, los registros y los porcentajes de color… Trabajé al lado de Ernesto de la Torre Villar, de Margarita Peña, de José Pascual Buxó, de Alfonso León de Garay…
Dejé de corregir porque ya no veo bien y dejé de jugar básquet porque mis dedos están chuecos como las curvas del espinazo del diablo. Leo y detecto erratas, veo un partido de básquet en la televisión y me hallo gritando “viola”, “foul” “canasta” “poste”.
Y ya, comienzo a vivir de madrugada y la noche pasa como los trenes en los que se escondían los personajes de las novelas de misterio. Creo que el oficio ha cambiado, un poco.

