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miércoles, abril 24, 2024

Una visión personal de la historia de la ciencia

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José Manuel Sánchez Ron es una figura fundamental en la construcción de la cultura científica no solo en España, sino en Hispanoamérica. En su calidad de historiador de la ciencia formado como físico, se ha preocupado porque diversos documentos de valor incalculable para la comprensión del pasado sean asequibles al público lego. A lo largo del mundo de habla hispana se le reconoce como una figura toral, inspiradora en su etapa de formación de muchos comunicadores de la ciencia. Es autor de numerosos libros, entre ellos El sueño de Humboldt y Sagan, Cartas a Isaac Newton, El poder de la ciencia y El país de los sueños perdidos. Este último libro, vasto, emocionante en muchos pasajes, nos ofrece un panorama desconocido de la cultura forjada entre España y América siglos atrás, de los vínculos insospechados entre humanistas y científicos de ambos continentes. Como dice Paz en su poema “La casa de la mirada” (de donde tomamos el título de la entrevista que aparece más adelante), “hay que construir sobre este espacio inestable la casa de la mirada”, esto es, la casa de Hispanoamérica. En la actualidad, José Manuel Sánchez Ron es vicedirector en la Junta de Gobierno de la Real Academia Española. Es, asimismo, colaborador de este suplemento.
A continuación el lector encontrará sus reflexiones acerca de la historia y el poder enfrentado al conocimiento científico, seguidas de la plática con él.

 

José Manuel Sánchez Ron

Estudié Física en la Universidad Complutense de Madrid y comencé mi carrera como físico teórico en el Departamento de Física Teórica de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) donde permanecí entre septiembre de 1971 y enero de 1975, cuando con una beca de la European Research Organization (ESRO; ahora European Space Agecy, ESA) me trasladé al Departamento de Matemáticas del King’s College de Londres.El año siguiente pasé al Departamento de Física y Astronomía del University College también de Londres; allí realicé mi tesis doctoral (Ph.D), que defendí en 1978. Mi tesis (Studies of relativistic action-at-a-distance theories) estuvo dedicada básicamente a la física teórica y matemática pero ya incluía una parte de filosofía de la ciencia. Recuerdo las muchas oportunidades que tuve en Londres (el King’s College, por ejemplo, estaba muy cerca de la London School of Economics, en donde la huella de Karl Popper que se había jubilado en 1969, estaba todavía muy presente), al igual que en Oxford, donde por razones familiares vivía (era lo que se denomina un commuter que viajaba varias veces a la semana de Oxford a Londres) –, para aprender historia y filosofía de la ciencia.

El año siguiente marché a Filadelfia, como profesor visitante en el Departamento de Física de la Temple University. Aproveché mi año allí para pasar al menos una mañana en la American Philosophical Society consultando el magnífico archivo sobre la mecánica cuántica (Sources for History of Quantum Physics); los materiales que obtuve allí me fueron muy importantes para cuando, muchos años después, en 2001, publiqué mi libro Historia de la física cuántica, I: El período fundacional (1860-1926) (espero que el segundo volumen aparezca a finales de 2023). En Estados Unidos tuve, además, la fortuna de relacionarme con John Stachel, un distinguido físico experto en la teoría de la relatividad general pero gran conocedor de la historia de la ciencia asociada a la vida y obra de Albert Einstein, lo que le llevó a ser el editor de los dos primeros volúmenes de los Einstein Collected Papers (el primero se publicó en 1987 y el segundo dos años después). Los artículos y libros que he dedicado a la ciencia einsteiniana deben algo a su influencia.

Una experiencia inolvidable del año que pasé en Filadelfia fue el que pude asistir a la reunión que se celebró en el Institute for Advanced Study de Princeton para conmemorar los cien años del nacimiento de Einstein (1879-1955). Entre los conferenciantes a los que escuché se encontraba mi admirado Paul Dirac, autor de una de las formulaciones de la mecánica cuántica y autor, entre otros muchos logros, de la ecuación relativista del electrón que formuló en 1928 y de la que se dedujo la existencia de antimateria. También conocí, y pude charlar con ella, a Helen Dukas, la secretaria de Einstein durante muchos años y a quien se debe que el archivo de éste no se haya perdido.

A mi regreso a España volví a incorporarme al Departamento de Física Teórica de la UAM, obteniendo en 1983, por oposición (el procedimiento que se utiliza en España para obtener puestos permanentes en la universidad), un puesto de profesor titular numerario de Física Teórica. Pero poco a poco la historia de la ciencia, de la física fundamentalmente, me fue ganando, dedicando más tiempo a ella que a la física teórica (en el campo de la relatividad). Y así, y dejando de lado los artículos que iba publicando, en 1985 apareció mi primer libro, El origen y desarrollo de la relatividad. Lo que deseo resaltar aquí, en este ensayo que no pretende pasar revista, ni mucho menos, al conjunto de mi carrera y obra, es que la metodología de ese libro básicamente, seguía lo que se denomina “historia interna”, sin prácticamente concesiones biográficas sobre Einstein o a las influencias externas que sufrió, con la obligada excepción de las filosóficas (Hume, Mach, Poincaré…). Era el enfoque “natural” para un físico teórico de formación. (En 2015 volví a Einstein, con un libro mucho más completo: Albert Einstein. Su vida, su obra y su mundo; el año siguiente apareció una edición, en rústica, en Argentina.) Afortunadamente, terminé entendiendo que la historia de la ciencia no se puede reducir a enfoques “internalistas”, que es preciso tomar en consideración otros elementos, sociales, políticos, económicos, militares… Me hice, por decirlo en otras palabras, mejor historiador de la ciencia, aunque sigo creyendo que para un historiador de la ciencia es esencial poseer un buen conocimiento “internalista”, técnico, del apartado de la  historia de la ciencia que se pretende reconstruir.

El lugar en el que esa aproximación, más ambiciosa, a la historia de la ciencia tomó cuerpo fue en un libro que publiqué en 1992 y al que he vuelto con ediciones ampliadas dos veces: en 2007 y hace poco, en 2022: El poder de la ciencia.

La primera edición la publicó Alianza Editorial en 1992, llevaba el subtítulo de Historia socio-económica de la física (siglo XX) y tenía 393 páginas. Aquel libro significó mucho para mí. Además en junio de 1994 me convertí en catedrático de Historia de la Ciencia, pero sin abandonar el Departamento de Física Teórica de la UAM. Creo que fue la primera cátedra de Historia de la Ciencia que existió en España en una Facultad de Ciencias (en Facultades de Medicina existían desde hacía años). La primera edición de El poder de la ciencia tenía ocho capítulos (y 400 páginas), la segunda —publicada por la editorial Crítica, en la que dirijo una colección sobre ciencia, “Drakontos”— tiene doce (con mil páginas) y su subtítulo había variado pasando a ser: Historia social, política y económica de la ciencia (siglos XIX y XX); esto es, ya no me ocupaba solo de la física sino del conjunto de la ciencia, al menos de las ciencias relevantes para la “dimensión socioeconómica”. El motivo de tales cambios, de la ampliación tan sustancial que realicé es fácil de comprender. Era ya evidente que estábamos inmersos en una revolución científico-técnica que tenía en su epicentro a las ciencias biomédicas, en general, y a las biológico-moleculares. Se había hecho evidente, mucho más de lo que lo era antes, que no bastaba con la física para comprender el siglo XX. Y como lo que yo quería —y sigo queriendo— es comprender y explicar mejor el papel de la ciencia en el mundo contemporáneo, me vi obligado a añadir dos nuevos capítulos, uno dedicado a la medicina decimonónica y otro a la del siglo XX, centrado especialmente en la “revolución del ADN”. No fueron estos, sin embargo, los únicos cambios. Revisé todos los capítulos y la mayoría ampliados sustancialmente. Aparte de los dos que acabo de mencionar, añadí dos más: uno dedicado a Napoleón y a su relación con la ciencia, y otro al poder de las ideas evolucionistas de Charles Darwin. Asimismo, introduje, siempre que pude, secciones dedicadas a la ciencia en España. Aparte del motivo obvio —ayudar a comprender mejor la relación de España, mi país, con la ciencia—, estaba el de que tratar el caso de una nación que no se ha distinguido especialmente por sus contribuciones a la ciencia de los dos últimos siglos, puede ayudar a comprender mejor la dinámica de la relación ciencia-sociedad que si solo me limitase a los casos de Alemania, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, que dominan mi tratamiento.

En el prólogo a la nueva edición expliqué que si hubiese escrito el libro entonces, 2007, no lo habría titulado El poder de la ciencia, sino Poder y ciencia. Continuaba, y continúo pensando, que la ciencia tiene, efectivamente, poder, que se puede hablar de “el poder de la ciencia”, pero ya no era tan ingenuo y comprendía que ese poder tiene límites importantes. La ciencia se relaciona intensamente con el poder, político, económico, militar, estando con frecuencia —sino siempre— sometida o al menos condicionada a él. Y de hecho, en el libro, especial pero no únicamente en la segunda edición, aparecían numerosas evidencias de ello, comenzando por el primer capítulo, el dedicado a Napoleón y la ciencia francesa, pero también en otros, en los que estudio cuestiones como son la ciencia alemana bajo Hitler, la ciencia estadounidense y la Guerra Fría, o el papel de Stalin e Eisenhower en la ciencia de la URSS y Estados Unidos, respectivamente. Por no hablar, claro, del poder atómico.

Un magnífico ejemplo de las limitaciones de la ciencia en sus relaciones con el poder político tiene como protagonistas al físico soviético Andréi Sajarov y a Nikita Kruschev, presidente del Consejo de Ministros de la Unión Soviética entre 1956 y 1962. (No incluí este ejemplo en El poder de la ciencia sino en otro libro mío, Ciencia, política y poder: Napoleón, Hitler, Stalin y Eisenhower, publicado en 2010 y accesible en la página web de la Fundación BBVA, Madrid.) En 1961, dentro del contexto de las políticas que seguían las potencias nucleares, Kruschev decidió que la manera más eficaz de enfrentarse a Estados Unidos era poner fin a la moratoria informal que estaban siguiendo entonces la Unión Soviética, Estados Unidos y el Reino Unido, que no habían detonado ninguna bomba desde 1959 (sí lo había hecho Francia, que realizó su primera prueba nuclear en marzo de 1960). Una vez tomada la decisión, en julio Kruschev organizó en el Kremlin una “Reunión de líderes del Partido y del Gobierno con científicos atómicos” para informar sobre el particular. He aquí como describió Sajarov en sus memorias (Memoirs, 1990) lo que sucedió entonces:

“Kruschev anunció inmediatamente su decisión: las pruebas nucleares se reanudarían en el otoño, ya que la situación internacional se había deteriorado y porque la URSS se había quedado rezagada respecto a EE.UU. en pruebas… Tendríamos que reforzar nuestro poderío nuclear y demostrar a los ‘imperialistas lo que éramos capaces de hacer’.

“Tal como podía esperarse, no se habían hecho planes para debatir la decisión, Después de la alocución de Kruschev, las personas clave se entendía que hablarían durante unos diez o quince minutos cada una respecto a sus trabajos en curso. Cuando me llegó el turno, hacia la mitad de la lista de ponentes, hablé rápidamente de nuestra investigación en temas de armamento y luego expuse mi opinión de que poco teníamos que ganar con la reanudación de las pruebas en este punto de nuestro programa. Mi observación se anotó, pero no provocó respuesta inmediata”. Pero al volver a su asiento, Sajarov escribió una nota para Kruschev en la que señalaba que estaba —continuaba explicando Sajarov— “convencido de que la reanudación de las pruebas en estos momentos solamente beneficiaría a EE.UU. Espoleados por el éxito de nuestros Sputniks pueden utilizar las pruebas para mejorar sus ingenios. Nos han subestimado en tiempos pasados, aunque nuestro programa ha estado basado en una evaluación realista de la situación… ¿No piensa usted que unas nuevas pruebas pondrían en serio peligro las negociaciones de prohibición de las pruebas, la causa del desarme y la paz mundial?”.

“Kruschev —seguía recordando Sajarov— leyó la nota, miró hacia mí y la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta, después de doblarla en cuatro. Cuando se acabaron las ponencias, se levantó, dio las gracias a los oradores y luego añadió: ‘Hagamos todos una pausa. En nombre del Presidium del Comité Central, invito a todos nuestros huéspedes a cenar con nosotros dentro de una hora’.”

Y en la cena se produjo el suceso que me importa resaltar. Después de que todos los participantes en la cena, miembros del Presidium y científicos, ocuparan sus puestos, Kruschev “tomó una copa de vino como si fuera a proponer un brindis. Pero antes al contrario, volvió a dejar la copa sobre la mesa y empezó a hablar de mi nota: reposadamente al principio, pero luego con una creciente agitación, enrojecido el semblante y tensa la voz”. Habló durante media hora o más y esto es lo que Sajarov recordó de sus palabras:

“Aquí tengo una nota que he recibido del académico Sajarov… Sajarov me dice que no necesitamos las pruebas. Pero yo tengo un documento informativo que me indica el número de pruebas que hemos llevado a cabo nosotros y el número de pruebas que han llevado a cabo los norteamericanos. ¿Puede demostrar realmente Sajarov que con menos pruebas hemos conseguido más información valiosa que los norteamericanos? ¿Son ellos más torpes que nosotros? No hay forma de que yo conozca todos los puntos clave. Pero el número de pruebas es lo que más importa. ¿Cómo se pueden desarrollar nuevas tecnologías sin pruebas?”

Hasta aquí, todo es más o menos razonable, salvo el exabrupto que significa que Kruschev utilizase una cena formal para criticar las opiniones de Sajarov.

Pero lo importante para mis propósitos llegó con lo que dijo a continuación: “Pero Sajarov va todavía más lejos. Ha ido más allá de la ciencia para penetrar en la política. Y aquí está metiendo las narices donde no le corresponde. Se puede ser un buen científico sin entender ni una palabra de política…

Deje la política para nosotros, que somos especialistas en ella. Haga usted sus bombas y pruébalas y no interferimos en su trabajo; antes al contrario, le ayudaremos. Pero recuerde que tenemos que dirigir nuestra política desde una posición de fuerza. No lo pregonamos a los cuatro vientos, pero así es como es. No puede haber otra política. Nuestros oponentes no comprenden otro lenguaje. Mire, nosotros ayudamos a los que eligieron a Kennedy el año pasado. Luego nos reunimos con él en Viena, reunión que pudo haber sido el punto de inflexión. Pero, ¿qué nos dice? ‘No me exijan demasiado. No me pongan en un aprieto. Si hago demasiadas concesiones me destituirán’. ¡Vaya individuo! Viene a una reunión, pero no puede actuar. ¿Para qué demonios necesitamosa un tipo como ése? ¿Por qué vamos a malgastar el tiempo en hablar con él? Sajarov, no trate de decirnos lo que hemos de hacer o cómo hemos de comportarnos. De sobra sabemos lo que es la política. ¡Un alfeñique sería yo y no el Presidente del Consejo de Ministros si escuchara a personas como Sajarov!”

“Ha metido las narices donde no le corresponde”. “La política es para los políticos”, no para los científicos. Manifestaciones como éstas son ilustrativas. Cierto es que lo son especialmente en un régimen totalitario como era el soviético, pero no se dan únicamente en sistemas no democráticos (podría utilizar el ejemplo de una entrevista entre Winston Churchill y Niels Bohr o las pretensiones de algunos físicos —como James Franck, cabeza del “Informe Franck”— que participaron en la fabricación de las bombas atómicas en el Proyecto Manhattan y que intentaron que éstas no se utilizaran contra Japón): es muy fácil que aparezcan en cualquier régimen, solo que en las democracias existen mecanismos que atenúan la tendencia de los políticos (y de los militares) a creerse los únicos depositarios de los intereses nacionales. Recordemos también en este punto otra manifestación del gran teórico del poder que fue Bertrand de Jouvenel: “El Poder es autoridad y tiende a tener más autoridad. Es Poder y tiende a ser más Poder”.

Pero vuelvo a El poder de la ciencia.

Veintinueve años después de la primera edición y catorce de la segunda, ya agotada, he vuelto a ampliar mi libro. Lo he hecho por la evidencia de los numerosos, rápidos y profundos cambios que está experimentando la humanidad desde que apareció la segunda edición. De ahí que en el subtítulo se sustituya “(siglos XIX y XX)” por “(siglos XIX-XXI)”. Evidentemente, se trata únicamente de las dos primeras décadas de la presente centuria, restando todavía la mayor parte de ella, pero aun así creo que se observan suficientes elementos, muy poderosos y penetrantes, como para pensar que la humanidad ha entrado ya en una nueva era. No he modificado nada de los primeros once capítulos, pero el último y el epílogo de la última edición han sido sustituidos por cuatro capítulos, en los que abordo —haciendo hincapié especial, pero no únicamente, en sus orígenes— cuestiones relacionadas con la nueva medicina, incluyendo técnicas de edición génica recientes (CRISPR), la revolución digital y sus consecuencias, la Inteligencia Artificial y la Tierra en el Antropoceno (tectónica de placas, cambio climático, agujeros en la capa de ozono, pérdida de biodiversidad). Algunos de estos temas ya estaban presentes en la edición de 2007, pero he creído necesario introducir algunos cambios y ampliarlos.

No ha sido El poder de la ciencia el único libro que he dedicado a tratar aspectos institucionales y sociales. Con el distinguido historiador estadounidense de la física Paul Forman, organicé y edité un libro colectivo —perteneciente a la serie “Boston Studies in the Philosophy of Science”— cuyo título ya revela su propósito: National Military Establishments and the Advancement of Science and Technology (Kluwer, Dordrecht 1996). En lo que se refiere a instituciones, quiero recordar que he estudiado y publicado los correspondientes libros sobre las cuatro grandes organizaciones dedicadas en España a la ciencia y la tecnología durante el siglo XX: la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (1907-1939) y su sucesora, por la fuerza de las armas, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (1939), el Instituto Nacional de Técnica Aeronáutica, Aeroespacial más tarde (1942-) y la Junta de Energía Nuclear, fundada en 1951 y en 1986 refundada bajo el nombre —muy acorde con el “espíritu del tiempo”— de Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT).

Además de estas instituciones, me he ocupado de otros aspectos de la historia de la ciencia en España. He escrito biografías de: Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de Medicina o Fisiología en 1906, el único científico español que forma parte del exclusivo grupo de los Grandes de la Ciencia de todos los tiempos; José Echegaray, el ingeniero de caminos galardonado en 1904 con el premio Nobel de Literatura, pero aun así el mejor matemático, aunque no produjese nada original, español del siglo XIX, y también físico matemático; el ingeniero, matemático y físico Esteban Terradas; el espectroscopista (reconoció en 1922 la existencia de los multipletes, que dio la pista a Arnold Sommerfeld para introducir un nuevo número cuántico; y recientemente (2021) del físico, especializado en magnetismo, Blas Cabrera (1878-1945), que terminó sus días, exiliado víctima de la Guerra Civil española (1936-1939), en Ciudad de México, habiendo profesado en la UNAM.

Una buena pregunta es cómo es que un antiguo físico teórico, y por tanto una persona formada en la universalidad de la ciencia ha dedicado una parte significativa de su trabajo como historiador de la ciencia a la ciencia española, en general, y con la gran excepción de Santiago Ramón y Cajal, alejada de los puestos de liderazgo mundial. La respuesta es sencilla: por una mayor facilidad para acceder a documentos, y, en mi caso, acaso sobre todo, por un cierto compromiso social: quería, quiero comprender mejor el país en el que nací y vivo.

Tal vez también ha desempeñado un cierto papel en este compromiso el haber sido elegido miembro de la Real Academia Española (RAE), también conocida como Real Academia Española de la Lengua, en la que ocupó la letra G y actualmente el cargo de vicedirector; recuerdo con una mezcla de añoranza y emoción mi discurso de entrada, el 19 de octubre de 2003: Elogio del mestizaje. Historia, lenguaje y ciencia. Aunque ya lo intentaba antes, esa elección me ha obligado a prestar más atención al castellano, o español, la hermosa lengua que compartimos muchos países a ambos lados del Atlántico; de hecho la RAE es una más de las 23 academias de la lengua española —la de México una de ellas— que forman parte de ASALE, la Asociación de Academias de la Lengua Española. No es ocioso señalar que no existe mejor lazo de unión entre comunidades diferentes que una lengua común. La política, incluso la historia, pueden separar, pero la lengua siempre une.

Hace poco, en 2020, publiqué un libro de 1 100 páginas, que representa la culminación y muy posiblemente punto final a mi obra en la historia de la ciencia en España: El país de los sueños perdidos. Historia de la ciencia en España. Ha sido seguramente mi obra más ambiciosa pues recorre la historia de la ciencia en España desde Isidoro de Sevilla (siglos VI-VII) hasta la publicación de la denominada “Ley de la Ciencia” en 1986. Algo significa la dedicatoria de este libro: “A mis nietos, Violeta y Tobías, para que les ayude a recordarme.

Y, acaso, a conocer mejor el país en el que nacieron”. Y así, como si mi ciclo vital regresará a sus orígenes, vuelvo a mi gran amor, la historia de la ciencia internacional, de la física y las matemáticas de los siglos XIX y XX especialmente. Ahora estoy finalizando un libro sobre otro de mis amores: uno dedicado a las correspondencias entre científicos. La vida sigue…

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