Abrí mi cuenta de TikTok en plena pandemia pese a la mala cara que me puso mi hija porque, según ella, era una red para que los chavos bailaran trends y se entretuvieran creando contenido durante ese terrible periodo de encierro. Evidentemente no le hice caso a la niña y me armé mi cuenta sin mucha emoción. Desde siempre me ha gustado hacer zapping en la tele, es decir, pasar de canal en canal sin estacionarme en alguno; sólo pedacería, y TikTok en ese momento no ofrecía al usuario más de 15 segundos para hacer visiones, mover las nalgas o cocinar un ceviche.
No tardé mucho tiempo en encantarme con las diversas herramientas de edición del programa; así que comencé a hacer pequeños cortos de imágenes y fotografías en movimiento homenajeando mis escenas favoritas del cine o un aparte inolvidable de rolas de rock. El catálogo de sonidos es amplísimo, así que hubo un momento en el que, entre pruebas de COVID, paranoia y sustos varios, mis seguidores llegaron a 25 mil y yo ya sentía que aquello era un logro.
Por desgracia, el imperio del dedo alzado, o sea, el famoso y codiciado like o el corazón que te mandan como seña de aprobación, se ha convertido en una manera de reafirmarnos como seres humanos, o como yo lo siento: de verificar que el personaje que has confeccionado a tu medida es atractivo.
Lo jodido de este asunto es que de repente cuando se te enciende sola la cámara, sin haber elegido el filtro, te das cuenta de que tu muro es un embuste, porque las rayas de tu cara desaparecen, te ponen mentón y hasta chapas.
La pandemia terminó y me aburrí de estar en Tik Tok, luego se plagó de políticos que hacen el ridículo bailando y haciendo el oso en sus campañas, y pues lo que uno quiere ahí dentro es olvidar un poco la vida real tan patética.
De pronto, hace poco regresé, pero sólo para ver qué había de nuevo. Al no alimentar con videos la cuenta, se estacionó en los 25 mil seguidores. Encontré al ministro Zaldívar haciendo cápsulas muy simpáticas: derecho para principiantes, dummies y millennials, lo cual se me hizo una gran forma de viralizar cierta información.
Y justo hace una semana decidí hacer un storytime, es decir, contar una historia más allá de los 15 segundos. El tema fue la azarosa vida y destino del cuadro de Da Vinci conocido como el Salvator Mundi, que acabó subastándose en Christie’s hace seis años en la nada despreciable cantidad de 450 millones de dólares. Los datos los extraje del documental The Lost Leonardo, disponible en Star plus.
No tenía nada más que hacer y la historia me pareció fascinante, así que la conté sentada en mi carro, con un lenguaje más bien coloquial y aderezándola con ciertos recursos narrativos que he aprendido a lo largo de los años de escribir. Un video que dura siete minutos (tiempo para que la gente se harte y huya), pero que, sin embargo, ha conseguido hasta el momento 800 mil vistas, 66 mil likes y dos mil comentarios, lo que obviamente sirvió para que me volviera a entusiasmar en subir videos. ¿para qué? Si no se monetiza ni gano nada.
Puede ser por pura vanidad, claro, aunque también me ayuda a entrenarme en la técnica de narración oral sin leer que tanto nos falla.
Lo que me causa mucha gracia y ternura y un poco de indignación es notar que muchísima gente no es capaz de cachar una idea completa o de plano no usan el sentido común, ya que varios usuarios reclaman que no enseñe el cuadro de Yisus que encontré en un bazar de Nuevo Orleans…
Y eso que decidí narrarlo en segunda persona.
No cabe duda de que cada quien entiende lo que quiere, pero, ¿no es acaso ese el fin ulterior de un cuento, de una novela?