La confirmación de que el cáncer u otra enfermedad grave te deja dócil y receptiva a cualquier nueva experiencia, es que uno acabará por visitar sitios a los cuales jamás hubiera elegido viajar voluntariamente en la impunidad corporal.
En mi caso, esos dos destinos son Disney (en cualquiera de sus sucursales), y Las Vegas. Creo que la gente que va emocionada en la infancia y pubertad al paraíso de las caricaturas y los cuentos de hadas, a la postre son los adultos que se enloquecen de ir a la tierra de los Elvises Fakes y las tragamonedas. Ambos destinos me han parecido siempre lugares no surrealistas (aunque hay escenas y personajes del tipo) sino que bordean la esquizofrenia en kilómetros y kilómetros de estimulación visual y delirio auditivo coronado por olores tóxicos a chatarra y perversión.
Me han invitado a ir varias veces a Las Vegas, y en cada una de esas invitaciones he sido reprendida porque “no sé lo que me pierdo”, cuando sé, o más bien estoy segura, que ir me llevaría a un estado de neurosis máxima seguida por una depresión súbita.
Los que me sonsacan a ir dicen que se come muy bien…. ¿Qué es comer bien? Visitar un buen lugar de carnes o cangrejos a sobreprecio… para eso voy a Argentina. Se come bien en Madrid, en Portugal, en México, no en Las Vegas. Y mucho menos si se confunde el buen comer con el atascarse. En lo particular soy enemiga de los hoteles que no tienen menú a la carta. Hace muchos años trabajé en un complejo de cuatro hoteles gigantescos en la Riviera Maya, y créanme: aunque de las paredes del hotel cuelguen diplomas y reconocimientos y certificaciones de limpieza, entrar a las cocinas y ver cómo se reciclan las piñas para llenarlas de ceviche, y las conchas para rellenarlas de ostión rockefeller, te hace reafirmar que no existe cocina impoluta, y que las babas de todos los huéspedes son recicladas. Y de cómo se lavan los trastes mejor no hablamos.
Así los grandes emporios hoteleros en México, y por supuesto que es igual o peor en Estados Unidos.
Pues bien, pasar a la orilla del precipicio a principios de año me hizo ser más laxa, así que me aventuré a ir a Orlando, Florida, para alcanzar a mi hija que iría con su familia paterna a la aventura de los parques temáticos. Era una asignatura pendiente: nuestras niñas crecieron viendo a las princesas y ahora de adultas estaban listas para confrontar al mito que ha enfermado a la humanidad de eso que se conoce como amor romántico, el pensamiento mágico que un señor listo y medio degenerado reinventó y magnificó llevando esas historias a la pantalla grande. Los cuentos de nos cuentan que el amor es mecánico, que uno se conoce, se enamora, surge algún conflicto auspiciado por las villanías de algún envidioso, pero que al final triunfa la virtud y los personajes serán, una vez que la pantalla envanezca, felices por siempre.
Lo curioso es que, durante años, nuestra inocencia propia de la edad no nos hacía reflexionar qué es lo que pasaba al día siguiente de la boda entre el príncipe encantador y la sirvienta chula que se volvía monarca del pueblo. La televisión y el cine rosa de Disney, era lo que Charly García nombraría en una de sus canciones más tiernas de senectud como “la máquina de ser feliz”. Y las niñas enajenadas y acicateadas por sus madres frustradas por la vida doméstica fuera del tecnicolor, no reparábamos bien en la falacia de esas historias, cuando bastaba con apagar la tele y ver el álbum familiar: las fotos de los verdaderos días después de mañana, es decir, cuando las “princesas” de carne y hueso se sacaban el vestido de novia y encontraban ebrio al príncipe desde la noche de bodas, y de ahí pal real todo se volvía brumoso, monótono y violento. Y el “vivieron felices por siempre” duraba poco: hasta que caen las máscaras y la realidad derroca al pensamiento mágico hasta concluir que la boda es el inicio de una cadena perpetua.
Ese es el Disney que inició el señor Walt, a quienes los más maliciosos señalan de viejo depravado, o sea, de haber creado ese mundo de fantasía para saciar sus deseos malsanos con menores de edad, pero ese es un rumor no confirmado, aunque algo hay de eso dentro de los parques: para quien va alienado a ver carros alegóricos, botargas del oso Pooh y subir a los juegos más vertiginosos, se pasa por alto un ambiente sórdido que polariza con la inocencia de los infantes que aplauden y sonríen al ver a sus personajes favoritos o al ponerse la capa de Harry Potter luego de haber hecho una cola de hora y media para presenciar un derroche de magistral tecnología que raya con la idea de ser una bella arte: la realidad aumentada y los hologramas.
En esas filas interminables uno también es testigo de de la enfermedad y la miseria humana. Sobre todo, en el parque llamado Magic Kingdom, que es la idea original del señor Disney; un sitio con microclimas fantásticos que van de lo sublime a lo ridículo y hasta a lo patológico.
El segundo día que estuve en Orlando tocó ir a la sede del castillo encantado que sale en la cortinilla principal de todas las películas del sello Disney, y entre esas callejuelas mediavales-tikis-westeras y futuristas en las que la música está perfectamente planeada para que no pase desapercibida a pesar de los decibeles escalofriantes de la gringada estupidizada por la sacarosa y las grasas trans, mi mente solo ponía en off ese ruideral estrambótico para ponerle play (alterno) al cover que el canadiense León Redbone hizo de la canción del Pinocchio original, When you wish upon a star. Redbone es un personaje muy muy peculiar que usted puede ver en YouTube, es un músico de culto maravilloso que descubrí en una película de Woody Allen; y cuya facha (la de Redbone) es similar a la de un padrote de los años cincuenta. Lentes oscuros, sombrero a lo Gilligan, traje de tres piezas blanco y zapatos bicolor. El atuendo de un palurdo padrote o de un pederasta perdido en Cancún o Disney.
Por otro lado, recuerdo que mi camarada Jis, el monero, alguna vez reseñó en su programa de La Chora, su visita al mismo parque, y mencionó una idea que me persiguió todo el primer día: que hacer las filas en Disney se debería de tomar en cuenta como una atracción en sí misma.
Es en las filas en donde uno suda penitentemente mientras bebe una soda rebajada y observa al ganado parlante que pasa por ahí en espera de su porción de paraíso, a mí me llamò la atención una familia peculiar conformada por papá (de unos 42) mamá (de igual edad, pero más cacaloteada) e hijo: un pelmazo como de 16 años.
Los atuendos coronaban la experiencia total del orgullo americano, los dignos hijos del tío Sam que asan salchichas por la tarde del 4 de julio mientras el vecino se masturba viendo a Geraldo o El precio de la historia.
El papá tenía puesto un sombrero alto de pico con lunitas como el de Mickey en Fantasía; playera inundada de donas rosas de Los Simpson, shorts abajo de la rodilla de Minions, calcetas de los Cazafantasmas y Crocs edición especial con orejas de el ogro Shrek.
Pero su cara no empataba con la ñoñería de su outfit, porque más bien parecía un motorhead vikingo adicto al foco de Crack que podría haber vestido una playera de Sepultura o de Eddie (mascota de Iron Maiden) matando a tubazos a Margaret Tatcher. El señor era la materialización de la dualidad esquizofrénica o más bien de la inigualable patología bobalicona gringa.
La mamá solo iba coronada por unas orejas de Minie Mouse con lentejuelas. La señora se veía harta por el calor, metida en la vergüenza de llevar a ese árbol de navidad en drogas que era el marido.
El hijo, que es seguramente quien pidió visitar el parque, iba ataviado de pies a cabeza como pato Donald. No pude verle el rostro, pero quise imaginarlo pelirrojo, algo ambiguo en su actitud en contraposición con el teto disfraz de pato, algo así como el niño pecoso de la revista Mad o el mismísimo GOG de Giovanni Papini.
Mi reporte mental de lo que es Disney no exime que me haya divertido mucho, en primer lugar, porque hay juegos que son una pasada, y porque estaba con mi amada hija, pero también porque es un semillero de personajes animados e inanimados, es decir, en el sentido estricto de la palabra: de gente con y sin alma.
Lo mismo que supongo que ves en Las Vegas; gente en prozac explotando de un placer casi sexual al perder su dinero, y con la falsa sensación de recuperarlo. Banda que jura que los espectáculos que se ven ahí son artistas de primer nivel, cuando si se tiene un poco de criterio es fácil reconocer que lo mejorcito que hoy se presenta es la Gaga y en su momento Elvis (aunque curiosamente ese paraíso de tablaroca y del más arriesgado mal gusto acabó con él).
Pero bueno… cada quien ve y va a la Venecia que quiere (a la real o a la fake).
Lo que sí puedo decir es que no regresaría a Disneylandia ni aunque me pagaran. Es demasiado friki para mí; en otro momento de mi vida hubiera sido una experiencia absolutamente de mal viaje y depresión por el consumo rapaz y la alienación colectiva, sin embargo, aguanté la embestida, el calor y el desfalco porque quién soy yo para no disfrutar lo que la vida me ofrece nuevamente con intensidad.