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martes, noviembre 25, 2025

Soñé que me aplaudían

Soñé que me aplaudían

Anoche soñé que me aplaudían. No vi quién. Sólo el sonido. Aplausos que no merezco. Me desperté sin entender de dónde venía. Supuse que de Instagram.

Habían publicado el programa del congreso organizado por los alumnos. Un colega escribió “¡Qué emoción!”. No le creí. Abrí el PDF. Siempre aparece ampliado al 123%, como defendiéndose. Ajusté. Vi nombres conocidos. Nombres nuevos. Estudiantes que pensé que ya se habían cambiado a mercadotecnia. Incluso a la alumna que aprobé para no atender otra crisis existencial. Y luego, mi ausencia. Un hueco impecable. Borrado sin rastro.

Mientras lo revisaba, varios estudiantes —ninguno había tomado cursos conmigo— me saludaron en el pasillo con entusiasmo. Me contaron de rupturas, becas, un duelo reciente por una amiga fallecida. Yo asentía mientras una sola frase me perforaba la cabeza: no estoy en el programa.

Seguí mi rutina. Los alumnos que tomaron clase conmigo me veían y se alejaban. Nunca los reprobé. No soy barco: soy un crucero encallado en filosofía. Aparatoso. Visible. Inútil. No los culpo. No quieren proyectarse en mí. Les aterra terminar explicando cuantificadores en un salón sin ventanas.

El primer día de clase siempre es igual. Presento el programa. Respiro. Anuncio que durante el semestre analizaremos la oración más polémica en la filosofía analítica: “el gato está en la alfombra”. De inmediato alguien suspira, como si acabara de perder la juventud. “Por eso estudié humanidades, para evitar estas cosas”, dice, buscando aliados. Los consigue. El salón se apaga. Queda el foco del fondo, el que zumba desde agosto.

Yo hablo del gato, de la alfombra. Dibujo flechas, conjuntos, garabatos. Digo que eso es filosofía. Ellos esperan incendios existenciales. Nunca llegan. Mi oficio es ofrecer una caja de herramientas sin instrucciones.

Volví a casa pensando en el congreso. Sentí el golpe. No era tristeza. Era orgullo.
El del excluido. El que calienta, pero huele a sótano, a abrigo que no acaba de secarse.

No debería sorprenderme. Elegí la filosofía analítica por camuflaje. En la licenciatura mis compañeros citaban a Foucault como si recitaran un conjuro. O a Nietzsche. O a Heidegger. O a Levinas. Yo decía que prefería a Quine, aunque sólo lo había leído en Wikipedia. Si acaso. Ellos hablaban de cuerpos, deseo y poder; yo hacía garabatos para disimular que no entendía nada. Cada quien esconde su cobardía como puede.

Mi madre lo notó antes que yo. Una tarde señaló mi libro de filosofía del lenguaje como si fuera pan con moho.
—¿Por qué te gusta eso? —preguntó.
Le dije que buscaba precisión. Mentí. Buscaba invisibilidad.
Mientras uno se arrincona detrás de esos textos, nadie pregunta cómo estás.

Nunca encajé. Ni con los literatos, ni con los matemáticos, ni con los artistas. Fingía lo mínimo indispensable. No era amor por lo técnico. Era temor con notas al pie.

La noticia del congreso no debería importarme. No tengo nada urgente que decir. Ni bueno. Ni malo. Pero la frase empezó a repetirse como una piedra en la máquina: no me invitaron. No me invitaron. No me invitaron.

Al cocinar. Al orinar. Al intentar dormir.

Y entonces apareció la palabra que intento ocultar bajo flechas y símbolos: resentimiento. Una baba que recorre la parte interna del cráneo y halla un lugar en la cuenca de los ojos y las mejillas flácidas.

Lo único que puedo reclamar como mérito es esta confirmación: no pertenezco. Ni siquiera al pequeño teatro donde todos nos aplaudimos.

Estoy en el limbo, observando vergonzante a mi propio personaje pasar por el pasillo como se mira un pariente incómodo.

Los alumnos que no me conocen me sonríen; los que sí, huyen. Ese esa es la cartografía. Lo peor es admitirlo: quería el aplauso de ambos.
No mucho. Lo justo. Un gesto mínimo.
Una señal.
Algo que sonara, aunque fuera un poco, como el sueño de anoche.

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