Llegué tarde al bar por cobardía. Me quedé en la esquina unos minutos, esperando que mis inseguridades se evaporaran. Acepté verla por reflejo. Cuando entré, ella estaba al fondo, examinando la carta con la atención reservada a sus pacientes. Levantó la vista, sonrió apenas y me dio un beso rápido, comprobando si quedaba algún residuo.
Pidió cerveza y yo mezcal. Conversamos con guantes: la marcha, una serie que no terminamos, el precio del gas subiendo sin pedir disculpas. Lo que decimos para no decir nada. Terapia preventiva para dos adultos que ya saben dónde golpear sin dejar marca.
La última vez que la había visto fue en una fiesta de la facultad. Se acercó a invitarme a bailar y yo —borracho— le lancé una frase que me pareció luminosa. El contenido se me borró; la intención no: reducir su trabajo a farsa y subirme a mis lecturas recién estrenadas para ganar una altura que no tenía. Ella no protestó. Giró hacia otra pista, archivándome. Ahí terminó lo que nunca nombramos. Antes nos buscábamos en salones vacíos, sin preguntas ni promesas ni encuentros posteriores. Poco tiempo después de la fiesta salió de la facultad y siguió como psicoanalista; yo seguí rascando mis propios escombros.
Ahora estaba frente a mí, cinco años después.
—¿Sigues dando clases? —preguntó.
La pregunta activó la maquinaria vieja. El polvo de siempre buscando el micrófono, las teorías recicladas empujaban desde atrás. Fallé. Dije que escribía una columna que nadie leía. Lo dije orgulloso, como si extinguirse fuera una virtud. Luego solté otras frases blindadas, por si la honestidad intentaba colarse.
Ella escuchó. Cuando acabé, sonrió. No era burla ni ternura: era diagnóstico.
—Voy al baño —dijo.
No volvió.
El cuarto mezcal llegó solo. Lo dejé frente a mí. Una voz interior me recordó que el vacío es parlanchín cuando se le hidrata. No discutí.
Salí tambaleante y pasé frente a la Libre de Derecho. Mi padre quería que estudiara “algo serio”, aunque siguiera leyendo filosofía, como Antonio Caso. Mi padre, construía escuelas; yo no sé ni levantar una conversación. Escuché al velador arrastrar las llaves. Pensé en preguntarle por la estatua de Caso, la que según mi padre adornaba la biblioteca. Seguí andando. Ya tenía mis propias reliquias.

