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miércoles, abril 23, 2025

William Shakespeare: La vida entre sombras del gran dramaturgo

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Un gran misterio envuelve la vida del escritor William Shakespeare, desde el momento mismo de su nacimiento, puesto que no existen registros sobre la fecha exacta en que llegó a este mundo. Suele fijarse el 23 de abril de 1564 como su natalicio, pero más por la conveniencia de hacerla coincidir con la fecha de su muerte —ocurrida, según la tradición, exactamente 52 años después— que por pruebas concretas.

El único documento fehaciente es el acta de su bautismo, fechado el 26 de abril de aquel año, en Stratford-upon-Avon, una modesta localidad del condado de Warwickshire, al centro de Inglaterra. En la época, los bautismos solían celebrarse pocos días después del nacimiento, de modo que la conjetura del 23 de abril resulta plausible, aunque no verificable. Así

Hijo de John Shakespeare, comerciante de pieles, guantes y otros productos de cuero —quien por momentos gozó de cierta prosperidad económica, al grado de ocupar cargos municipales en Stratford—, y de Mary Arden, descendiente de una familia terrateniente de origen noble, William creció en un hogar de clase media rural, en un entorno que combinaba aspiraciones burguesas, tradición agraria y cierta movilidad social.

Era el tercero de ocho hijos, aunque no todos sobrevivieron a la infancia. Su niñez transcurrió en medio de las tensiones políticas y religiosas de una Inglaterra que vivía bajo el reinado de Isabel I, en pleno renacimiento cultural, pero todavía marcada por las secuelas de la Reforma y la amenaza católica. El joven Shakespeare absorbió desde temprano una realidad compleja, contradictoria, atravesada por los rezagos medievales y los albores del pensamiento moderno.

La forja del genio

Se presume que asistió a la escuela primaria local, la King’s New School, donde recibió una formación basada en el trivium humanista: gramática, retórica y lógica, con énfasis en el latín y en los clásicos romanos como Ovidio, Séneca, Virgilio y Horacio.

Esta formación, aunque limitada en alcance y profundidad en comparación con una educación universitaria, le permitió forjar una sensibilidad literaria nutrida de estructuras retóricas, mitologías antiguas y modelos dramáticos que más tarde asomarían —transformados— en sus obras.

No hay constancia de estudios superiores: nunca asistió a Oxford ni a Cambridge, lo cual, siglos más tarde, daría pie a la teoría de que Shakespeare no escribió sus propias obras. Sin embargo, resulta difícil creer que un autor impostor —por muy letrado que fuera— lograra fingir con tanto éxito la textura oral, popular, vital que atraviesa la dramaturgia shakesperiana. Más que erudito de biblioteca, Shakespeare parece haber sido un autodidacta con oído fino, memoria aguda y un talento natural para el lenguaje.

Un matrimonio apresurado. Y Hamnet, la pérdida que marcó a Shakespeare

A los 18 años, William se casó con Anne Hathaway, una mujer ocho años mayor, originaria de Shottery, una aldea vecina. El acta de matrimonio data del 27 de noviembre de 1582 y, para entonces, Anne ya estaba embarazada. Seis meses después nació su primera hija, Susanna, y en 1585, los mellizos Hamnet y Judith. La boda, apresurada y fuera de lo convencional, ha generado todo tipo de conjeturas: se ha dicho que fue un matrimonio obligado, producto de una pasi ; se ha especulado también sobre el verdadero vínculo afectivo entre ambos, alimentando interpretaciones románticas, cínicas o intermedias.

Lo cierto es que poco después del nacimiento de sus hijos, Shakespeare dejó Stratford para buscar fortuna en Londres, dejando atrás a su esposa e hijas. La distancia, tanto física como simbólica, entre el dramaturgo y su familia ha sido interpretada de muchas maneras: como ruptura emocional, como sacrificio profesional, como expresión de una doble vida.

No existen cartas personales que esclarezcan sus sentimientos, ni diarios íntimos que documenten su tránsito interior. Lo que queda son los rastros indirectos: un testamento en el que deja a Anne  —objeto cuya simbología ha sido objeto de debates inacabables—, y una serie de obras que, aunque no autobiográficas, sugieren una sensibilidad familiar marcada por la pérdida, el duelo y la distancia.

El dato más doloroso es la muerte de Hamnet en 1596, a los once años , víctima de causas desconocidas. El único hijo varón de Shakespeare no dejó apenas rastro documental, pero su ausencia parece resonar en obras escritas después de esa fecha. Hamlet, publicada en torno a 1600, contiene no sólo la proximidad fonética del nombre, sino una meditación profunda sobre la muerte, la identidad y la imposibilidad de regresar al pasado. También en Rey Lear, Macbeth y La tempestad aparecen ecos de duelo, fragmentación familiar y pérdidas irreparables que algunos críticos han asociado con ese evento.

El poeta de los teatros

Los años que preceden al reconocimiento de Shakespeare en Londres son conocidos como “los años perdidos”. Entre 1585 y 1592 no se tienen noticias documentadas de su vida. Se ha dicho que trabajó como maestro rural, que se unió a una compañía teatral itinerante, que fue soldado o incluso cazador furtivo. Lo cierto es que, en 1592, el dramaturgo Robert Greene lo menciona con desdén en un panfleto titulado A Groatsworth of Wit, calificándolo de “cuervo advenedizo” que se apropiaba de los recursos literarios de los universitarios. Este insulto —aunque hiriente— revela que Shakespeare ya era una figura notoria en los círculos teatrales de Londres, tanto como para despertar la envidia de sus colegas.

A partir de entonces, su carrera fue fulgurante. Se asoció con la compañía teatral Lord Chamberlain’s Men —rebautizada The King’s Men tras el ascenso de Jacobo I— y se convirtió en accionista del Globe Theatre, un recinto que marcaría la historia del teatro inglés. Fue actor, empresario, dramaturgo y poeta. Sus comedias (como Sueño de una noche de verano, Mucho ruido y pocas nueces o Como gustéis) exploraron el deseo, la identidad y la ilusión con una ligereza solo aparente; sus tragedias (Hamlet, Otelo, Macbeth, Rey Lear) alcanzaron una densidad filosófica pocas veces igualada; sus dramas históricos ofrecieron un espejo del poder y sus miserias, desde Ricardo III hasta Enrique V; y sus obras tardías, como Cimbelino, Cuento de invierno o La tempestad, ensayaron un lenguaje alegórico, casi mágico, cargado de redención.

Lo que distingue su obra no es sólo su maestría verbal, ni la hondura de sus personajes, sino la amplitud de su mirada. Shakespeare escribió  Tampoco se subordinó a los cánones del decoro clásico: mezcló prosa y verso, alta tragedia y vulgaridad escénica, filosofía y chistes escatológicos. Su teatro es una amalgama que rehúye el dogma, y quizá por eso sobrevive.

Del escenario a la pantalla

La influencia de William Shakespeare no se detuvo en los escenarios isabelinos: su obra ha sido fuente inagotable para el cine, desde adaptaciones fieles hasta interpretaciones audaces en contextos modernos.

Hamlet ha sido llevada al cine en versiones clásicas como la de Laurence Olivier (1948) y en propuestas más recientes como la de Kenneth Branagh (1996).

Romeo y Julieta ha inspirado películas como la versión de Franco Zeffirelli (1968) o la moderna “Romeo + Juliet” de Baz Luhrmann (1996), con Leonardo DiCaprio.

Macbeth ha tenido versiones notables, como la dirigida por Roman Polanski (1971) y “The Tragedy of Macbeth” (2021) con Denzel Washington.

Shakespeare en el cine no es solo una adaptación, sino una traducción viva entre lenguajes que demuestra la vigencia universal de sus historias.

Shakespeare en frases eternas

Duda que sean fuego las estrellas, duda que el sol se mueva, duda que haya verdad, mas no dudes de mi amor.” — Hamlet
No hay noche, por larga que sea, que no encuentre el día.” — Macbeth
El amor es humo hecho con el vapor de los suspiros.” — Romeo y Julieta
La corona lleva una carga invisible que solo el portador comprende.” — Enrique IV
Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte; los valientes prueban la muerte solo una vez.” — Julio César
Estamos hechos de la misma materia que los sueños.” — La tempestad
El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos.” — Otelo
No temas a la grandeza: algunos nacen grandes, otros logran la grandeza y a otros la grandeza les es impuesta.” — Noche de reyes
El amor consuela como el resplandor del sol después de la lluvia.” — Venus y Adonis
El infierno está vacío y todos los demonios están aquí.” — La tempestad
Llorar por lo que se ha perdido es el modo más seguro de perder lo que queda.” — Otelo

La última escena de Shakespeare

Murió en 1616, en su natal Stratford, a los 52 años. El acta de defunción está fechada el 23 de abril, aunque algunos estudiosos argumentan que en realidad falleció el 3 de mayo, y que la coincidencia con la fecha de su supuesto nacimiento responde más al deseo de cerrar simbólicamente su biografía.

Fue enterrado en la iglesia de la Santísima Trinidad, donde aún puede leerse la inscripción que se atribuye a su autoría: “

Desde entonces, su figura no ha dejado de crecer. Ha sido traducido, adaptado, filmado y reinterpretado. Se han cuestionado su autoría, su identidad, su biografía. Algunos sostienen que fue apenas un prestanombres; otros, que sus obras fueron dictadas por un círculo secreto de intelectuales. Ninguna teoría ha logrado borrar el hecho fundamental: las obras existen. Respiran. Se siguen representando. Shakespeare, lejos de disolverse en la niebla de los siglos, ha devenido en algo más que un autor: en un lenguaje, en un canon, en un espejo.

Quizá lo más extraordinario es que nunca pretendió serlo. No escribió para manuales escolares, ni para filósofos, ni para antologías. Escribió para sobrevivir, para pagar deudas, para llenar teatros. Pero en ese gesto humilde, práctico, urgente, alcanzó lo impensable: nombrar la condición humana en todas sus variantes. Cada frase suya, cada monólogo, cada silencio, parece haber salido no de una mente superior, sino de una sensibilidad tan profundamente humana que aún nos interpela. Shakespeare no es una estatua. Es una voz que sigue hablando.

Y tal vez por eso, cuando cae el telón, cuando se apaga la escena, cuando la última palabra ha sido dicha, la frase que mejor lo resume sigue siendo esa con la que Hamlet se despide del mundo: El resto es silencio.

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