ESPECIAL Primera de cuatro entregas
*Secretaría de Cultura. Puebla 2021. Páginas 127-134
Capítulo 24. Carranza se recorta la barba en Ixtacamaxtitlán
En el marco de la conmemoración del 102 aniversario luctuoso de Venustiano Carranza, cuya muerte ocurrió el 21 de mayo de 1920 en Tlaxcalantongo, luego de un largo peregrinaje por la Sierra Norte, presentamos a los lectores algunas crónicas de la cuarta edición de la novela Un mantel oloroso a pólvora editada por el gobierno de Puebla y la Secretaría de Cultura.
Los fugitivos habían salido muy temprano de la hacienda de Temextla, ahora bajaban por un camino empinado que dificultaba la marcha. Delante iban los de avanzada; atrás, siempre cuidando las espaldas, cabalgaban, serios y orgullosos, los aguiluchos del Colegio Militar. En el centro de la columna, rodeado de generales, Venustiano Carranza atraía todas las miradas; estaban iniciando el tercer día desde que emprendieron la huida dejando atrás los carros en Aljibes.
Escucharon golpes de machete, todos se detuvieron, el guía levantó la mano, con señas ordenó que dos hombres se arrastraran hacia el lugar de donde provenían los ruidos; después de unos minutos en que privó el desconcierto, ambos regresaron a informar y se ordenó la marcha, entonces pudieron ver a un hombre subido en un árbol, con un machete en la mano, dando golpes pausados al tronco. Al pie del ocote, dos niños jugaban con un perro.
La frescura del bosque se iba rezagando para entrar en una zona con menos vegetación; el sol apenas demostraba su poder con algunos lancetazos de calor. Un campesino transportaba su mercancía en tres cueros de chivo, su burro mordisqueaba los arbustos del camino cuando de pronto vio venir a los de caballería, le marcaron el alto, le preguntaron qué llevaba, dijo que un delicioso pulque en aquellos páramos desérticos. Todos se arremolinaron para beber y guardar en sus alforjas, mientras él se había retirado unos metros pensando, temeroso, que lo iban a asaltar.
—El señor trabaja de tlachiquero —dijo uno de los generales—, debemos pagarle el pulque, es su modo de vida y de eso se mantiene. Nosotros somos revolucionarios, no rateros. Eso déjenselo al “Asnófilo”.
Una carcajada rubricó la perorata recordando la anécdota del personaje de la revolución al que le gustaba robarse los burros. El campesino se quitó el sombrero, en él fueron cayendo monedas de oro y plata. Nunca supo quiénes eran los extraños de la caballada.
Abundio venía arreando sus burros por el rumbo de Tateno, y se sorprendió al encontrar a unos jóvenes vestidos de uniforme y sombreros raros.
—Señor, queremos que nos ayude con la carga. Esto es una emergencia. Una de nuestras mulas tuvo un retorcijón en la panza y ya no puede caminar.
El hombre no pudo negarse, la extraña indumentaria de los jóvenes y sus fusiles que brillaban con los rayos del sol fueron suficiente para convencerlo; le quitó la leña a dos burros, que fueron cargados con costales arribeños. Sin chistar nada, se vino caminando a la par de ellos, parecían tener prisa, pero sus animales empezaron a rezagarse pues no podían igualar el paso de los caballos. Así se fue quedando en la retaguardia del grupo; nunca los alcanzó, nadie se preocupó de su cargamento, y decidió desviarse a Tlatepaco para avisar a las autoridades. Cuando llegó a su destino se dio cuenta de su suerte: sus burros venían cargados con costales llenos de monedas de oro.
La columna se había fortalecido, de una vereda que nacía del bosque aparecieron jinetes trasnochados que saludaron con gusto a sus compañeros en desgracia: era el general Heliodoro Pérez, cabeza de un grupo que se había separado al salir de Zacatepec y que, habiendo cumplido su cometido de despistar al enemigo, ahora se reunía con ellos para enfilarse a Tetela de Ocampo, donde esperaban el apoyo del teniente coronel Barrios.
Ante una roca enorme que se levantaba a la derecha del camino, Luis Cabrera, quien se veía animado y de buen humor, apresuró a su cabalgadura y se colocó a un costado de Carranza para comentarle:
—Señor, en este paraje habitaron indios que pertenecieron al señorío de los Alcohua. Existen muchos vestigios de la vida de los aztecas; se han encontrado infinidad de vasijas, utensilios y cabezas de piedra.
—Ojalá que algún día podamos apoyar a esta región y rescatar su patrimonio —contestó sin el menor asomo de emoción—. ¿Falta mucho para llegar al pueblo?
—No, señor, subiendo la colina llegaremos a Ixtacamaxtitlán. Ahí vive mi familia.
Llegaron a la plaza del pueblo. Del lado izquierdo se veía una iglesia armada con contrafuertes y una cúpula amarilla. Era domingo y el cura tuvo que suspender la misa porque los feligreses se agolparon en la puerta para ver llegar la comitiva. Del lado derecho de la plaza el caserío ostentaba unos portales con arcos de medio punto, de donde salieron varias mujeres. Dos de ellas se fundieron en un abrazo con Luis Cabrera.
—¡Luisito, qué gusto volver a verte!
—¡Tía Angelita, tía Nabor! Les presento al señor presidente de la república.
—Encantadas de conocerlo, señor. ¡Por favor, pásenle a lo barrido!
Y las dos damas, conocidas en el pueblo como las “señoritas Lobato”, tomaron de los brazos al personaje y lo introdujeron a su casa. Era una casa amplia y ventilada, muros de piedra y techo de tejas. Infinidad de macetas con flores multicolores adornaban su patio.
Doña Angelita ofreció una jarra con agua de limón. En la plática, alguien mencionó al coronel Gabriel Barrios y comentaron que no se hallaba en el lugar. Mandaron buscar al presidente municipal para recabar información; Carranza preguntó si había un barbero pues quería recortarse la barba.
—Mientras aproveche para comerse un taquito, señor. Enseguida les preparamos de comer.
Luis Cabrera solicitó a sus tías que le consiguieran unos cuadernos para ir anotando las impresiones del viaje pues, aunque conservaba un mapa de la sierra de Puebla, su libreta de apuntes se había mojado con la llovizna; era uno de los hombres cercanos al presidente que llevaba un registro de los acontecimientos; los otros eran Urquizo y Gerzaín Ugarte, el secretario particular de Carranza.
Sentado en una silla, detrás de una mesa grande, Víctor González, el presidente del pueblo, no quiso recibir a la embajada, argumentando que no sabía quiénes eran esos fuereños. Terco, casi grosero, dijo “¡No voy a salir a recibir a nadien!”. Los enviados regresaron molestos, mascullando “¡A este indio deberían fusilarlo por desacato!”.
Darío Hernández, el peluquero del pueblo, sacó a la calle una mesa, una silla, un espejo y los colocó a la sombra de un zapote blanco, en un costado de la plaza. Le habían pedido que recortara la barba del presidente de la república: por la emoción y el nerviosismo de estar ante un jefe que era escoltado por cuatro guardias armados que permanecían de pie, inalterables, la hoja blanca de la navaja temblaba en sus manos como un arma asesina.
Carranza, desconfiado, nunca dejó de apuntarle con su pistola, oculta bajo de la manta. Cerró los ojos, parecía dormir, pero en realidad estaba evaluando la situación de su grupo a cuatro días de haber dejado los trenes en Aljibes. “Aquí debemos encontrar apoyo de las fuerzas de Barrios, me lo prometió Cabrera, la situación se torna desesperante”, pensaba mientras creyó sentir el contacto frío del metal rebanando su garganta; abrió los ojos un momento cuando oyó el chasquido metálico de las tijeras. Vio una sombra a trasluz, era el barbero que se veía nervioso. “ya no se puede confiar en nadie”, volvió a decirse apretando su pistola debajo de la manta en la que iban cayendo trocitos de su barba.
—¿Así está bien, señor? —dijo el hombre mostrándole un espejo que le devolvía su imagen de patriarca.
—Así está bien —contestó guardando la pistola en su funda con mucha discreción, suspiró, luego se levantó quitándose la manta.
Al mismo tiempo que le dejaban unas cuantas monedas en la mesa, le ordenaron los guardias al barbero:
—¡Quemas esos pelos o los entierras, no queremos dejar ninguna huella!
Mientras los hombres buscaban rancho y alimento para los caballos, algunas mujeres, entre ellas las que acompañaban al general Murguía, acudieron a la iglesia pues el cura estaba oficiando misa. Era domingo y la iglesia, dedicada a San Francisco, estaba abarrotada de feligreses. Los peinados, las joyas y los vestidos elegantes de las damas causaban asombro entre las sencillas mujeres que se codeaban entre murmullos de admiración y envidia. Al terminar la misa, los acólitos recogieron la limosna en charolas colmadas de monedas de oro; el sacerdote sólo tuvo palabras de apoyo para los carrancistas.
A la casa de las señoritas Lobato llegó corriendo un mensajero para avisar que el teléfono sonaba con insistencia buscando al general Murguía. Llegaron en grupo a la presidencia, una mano levantó el auricular, se oyeron ruidos como zumbidos de mosco, luego una voz que ordenaba: “Trasládense a Tetela… ahí los espera el coronel Barrios. Repito… trasládense a Tetela, ahí los espera… Barrios”.