Su muerte, el 3 de octubre de 2022, nos ha apesadumbrado a sus colegas como en pocos casos ha ocurrido, al menos que yo recuerde. Porque David Huerta tenía ángel (y no le faltaban esos demonios conjurados en Incurable) y le bastaban tres minutos de conversación con un pintor, un normalista, una maestra universitaria, un poeta de ultramar o un erudito de acullá para crear una amistad duradera, un lazo que transformaba a la conversación en privanza. Por ello, sus malquerientes –y los tuvo– se agazapaban por temor a ser exhibidos en su envidia o en su medianía por esa mayoría fiel que rodeó a David Huerta hasta su muerte y lo acompañará (que me sea perdonada la desidia expresiva) en su inmortalidad de poeta mayor.
Me queda, tras balbucear unas palabras sobre el poeta y el ciudadano, recordar al compañero en el feliz grupo de prófugos que escapamos, siguiendo el hilo de la necesidad y no el de la virtud, del “potro del alcohol”, aquel en que Octavio Paz vio atado a su padre; al amigo, durante cuarenta años, que fue también mi maestro. Nos presentó José Ramón Enríquez en el antiguo Fondo de Cultura Económica de la Avenida de la Universidad y llegamos a tener una familiaridad estrecha al amparo de quienes amamos. (Christopher Domínguez Michael, Letras Libres).