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jueves, abril 25, 2024

Arrieros somos…

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El desarrollo social y económico de los pueblos se mira desde distintas perspectivas y hay una serie de factores que convergen para tal efecto. Abordaré uno ancestral acerca del papel fundamental en que participaron los arrieros. 

De ellos se ha escrito mucho. En las conversaciones de los abuelos y bisabuelos también era tema de conversación y de emotivos relatos, desde aquellos que solo describían trayectos, objetivos, hasta aquellos en los que se involucraban los robos y asesinatos. Ellos —los arrieros— fueron pilar para que los pueblos sumidos en la lejanía y al olvido fueran desarrollándose paulatinamente. Hablamos de estos seres recios, bragados y cobijados de un gran temperamento, a prueba de cualquier clase de temperaturas. Lo mismo podían llegar al filo de la media noche mojados hasta las sentaderas, que, en otras ocasiones casi negros de la piel de tan extremoso calor, con los huaraches casi desatados y el lodo hasta las rodillas. 

“Arrieros somos y en el camino …nos encontramos”, fue tal vez la frase que mejor los describía. 

 

Arrieros somos, y en el camino andamos 

Y cada quien tendrá su merecido, 

Ya lo veras, que al fin de tú camino, 

Renegaras, hasta de haber nacido 

Si todo el mundo, salimos de la nada 

Y a la nada, por Dios que volveremos 

Me río del mundo, que al fin ni él es eterno 

Por esta vida, nomás, nomás pasamos 

Tú me pediste amor, y yo te quise 

Tú me pediste mi vida, y te la di 

Si al fin de cuentas, te vas, pues anda vete 

Que la tristeza, te lleve, igual que a mí 

Este grupo de personas alistaba su recua de mulas para cargar con productos del campo, lo que sus paisanos querían transportar a las ciudades. Al anochecer llegaban a los grandes mesones para hacer la descarga, tomar cerveza, pulque y cenar opíparamente, para que en la madrugada pudieran tener las fuerzas suficientes para “hacer carga” con la mercancía que se venderían en los pequeños estanquillos o para el consumo de las diferentes familias. 

En los mesones se escuchaba de todo. Confluían grupos que llegaban de distintos pueblitos y se intercambiaban al calor de unas copas las peripecias que encontraban en el camino. Procuraban viajar en grupo, sin embargo, no faltaba quien lo hacía solo y sufría las consecuencias del vandalismo. Si bien le iba, le robaban su mercancía y lo funesto era cuando los asesinaban. 

Aprovechaban la noche para contar lo que sucedía en su localidad. Al anfitrión de Xicotepec le tocó su turno: Apuleyo sacó de su morral un poco deteriorado por el uso, unas hojas muy ajadas y leyó con una gran vehemencia de lo que sucedía en los días de tianguis: 

“…el trajín de la madrugada y el ruido que producen los vendedores los días de tianguis que acuden al mercado es sin igual. Como sin igual el don de sus gentes, las que provienen de las localidades, las que, al acudir a la cita, van llenas de esperanza por regresar a sus hogares con dinero para satisfacer las necesidades de sus familias: el tianguis tiene tantas cosas que ofertar, que la canasta de la gente de la urbana retornar llenas para elaborar la comida de su semana. 

El rechinar de las desvencijadas ruedas de los carretones que se dirigen al lugar a esa hora, despierta a su paso a todo mundo. Van al mercado transportando tablas, garrochas, lazos, nylon y todos los utensilios que servirán para montar sus respectivos puestos y para proteger su mercancía. La mayor parte son productos del campo: cilantro, rábanos, acelgas, lechugas, chiles, cuatomates, quelites, verdolagas, cebollas, etc. 

Las calles Reforma y Libertad, que en el transcurso de la semana se ven transitadas por vehículos, este día albergan a cientos de personas de distintos estratos sociales. La mezcla de perfumes finos contrasta notablemente con el sudor de los mercaderes indígenas y citadinos; por momentos, durante el intercambio de adquisición de vegetales y frutas por dinero, se olvidan de las abismales diferencias de las clases sociales. El regateo es también una costumbre ancestral de los que acuden a comprar. 

Los lazos de solidaridad entre los tianguistas son a toda prueba. Se protegen entre sí de algunos abusos de inspectores, así como de sus propios espacios por ocupar. 

Hay personas icónicas, formadas al paso del tiempo, como el que existió hace varios lustros, que en vasijas forradas de aluminio transportaba en sus hombros agua de limón y al grito de: ‘¡Cuantos, de agua, cuantos! ¡Tomen agua, no que ni agua toman!’ Este corpulento hombre preparaba una mágica solución de agua de limón, que satisface y hace olvidar el mitigante calor y cansancio producido por el trabajo cotidiano. 

Pardea la tarde. 

Los recuentos monetarios empiezan. 

Algunos produjeron muchas ganancias. Otros libraron el día. Las compradoras urbanas harán un recuento, así mismo y pensarán para sus adentros: ‘una vez más me las llevé al baile’. 

Aquellas —las vendedoras— también a sus adentros pensarán: ‘ahora si me las llevé al baile por doble ocasión, porque además del precio despaché 800 gramos por kilo’. 

Y como dijera Joan Manuel Serrat: al día siguiente, vuelve el rico a su riqueza, vuelve el pobre a su pobreza y el señor cura a sus misas”. Hasta aquí la cita de Apuleyo. 

Empezando el amanecer la expresión “¡Arre!” se escuchaba a lo lejos y también el golpeteo de las herraduras de las patas de los caballos contra las calles empedradas.  Iniciaba la algarabía de los propios arrieros y del pueblo que visitaban. 

Antes de que llegara la modernidad del transporte, el arriero era fundamental para el traslado de todo tipo de materiales, como ya se apuntaba desde las diferentes regiones. Uno de los valores que les caracterizaba era su honradez y los pueblerinos les confiaban desde sus materiales hasta dinero en efectivo. El otro, tal vez el más importante, era la solidaridad entre ellos, en el azaroso camino sucedían varios incidentes algunos menores y otros no tanto. 

Los caminos eran prácticamente intransitables. En época de lluvia, las patas de los caballos se sumían en unos hoyancos en que las bestias tenían serias dificultades para salir. Esos minutos, que muchas veces se prolongaban, eran aprovechados por los truhanes para despojar de las pertenencias a quienes se quedaban rezagados. De manera superficial lo cité líneas arriba, sin embargo, estos actos de vandalismo eran una verdadera amenaza para este grupo de hombres, que, si bien tenían una regular remuneración, sus ganancias se quedaban muchas veces entre esas manos. 

Hay apuntes que no debemos perder de vista para hacer una retrospectiva: Recordemos que la arriería se inició en México en los albores del Virreinato, con la llegada de los caballos que introdujo el primer obispo de la Ciudad de México, fray Juan de Zumárraga. 

El tema Camino Real nos lleva de la mano a la arriería, los mesones, las fondas, las ventas, los puentes y tantas cosas que interaccionan unas con otras. Mucho hay que saber acerca de ese oficio que fue indispensable para el desarrollo de México en los tiempos que se llamó Nueva España y que perduró a lo largo del siglo XIX y aun durante las primeras décadas del XX.  

El tema de los mesones se concatena con las fondas o con los alimentos que estos hombres consumían para reparar sus desgastes.  

En Xicotepec se comenta que uno de los antojitos, los molotes, que hasta la fecha perduran como un icono de la gastronomía incluso regional, nacieron precisamente en esos espacios. Los vigías del patrimonio cultural de Xicotepec describen que, debido a que los arrieros llegaban fatigados y hacerles un guiso de prisa, optaron por mandar nixtamal al molino y con la masa hicieron pequeñas bolitas; en su interior colocaron carne guisada y los cocieron en un sartén con manteca. En una cazuela de barro guisaron una salsa que aderezaban estos antojitos. Gustaron tanto que se convirtieron al paso del tiempo en un alimento rápido y riquísimo. 

Seguramente habrá más tiempo para relatar en El Baúl con amplitud este último tema. 

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