Hace unos días falleció uno de los artistas más talentosos, geniales se diría, que han existido en la historia de los pinceles de Puebla. Se trata de Samuel MacNaught (1969), un pintor excepcional que nos hace recordar a los grandes de la pintura occidental, porque así sucede con los buenos artistas, son a un tiempo locales y universales. Las pinturas de Samuel son impactantes, lo primero que uno percibe es la perfección de los trazos y la manera en que el pintor se atrevió a pintar detalles dificilísimos de plasmar, que requieren una técnica demasiado precisa, como pintar el agua, o la trama de una tela, las figuras de cristal. En resumen, Samuel era de los pocos genios que pintaban el aire. Algunas de sus imágenes, de tan detalladas, parecían fotografías. Sin embargo, la composición, la expresividad de las cosas y la relación entre los objetos expresan un mundo que trasciende la realidad y se eleva hacia un mundo propio, el mundo que habitaba el interior de Samuel MacNaught; uno donde las telas y las texturas tenían un papel central; donde los zapatos, las aves, y los elementos domésticos configuraban una historia muy personal; las cosas adquirían, a través de la composición y del dibujo, un nuevo significado.
Como ejemplo: todos los zapatos que pintó Samuel cuentan en sus pliegues, en el acomodo de sus agujetas, en la expresión perfecta de sus texturas, una historia personal. Las aves que pintó tenían el vuelo de su imaginación, volaban por los aires de la vida interior del artista. Samuel poseía una genialidad exterior y otra interior, por eso no era un pintor hiperrealista, sus imágenes no retrataban la realidad por mucho que fueran tan parecidas a ella, sus cuadros estaban al servicio de sus obsesiones, de sus manías, de sus pasiones, de lo que se llama “mundo interior”.
Recuerdo la ocasión en que se expuso en el Complejo Cultural Universitario la muestra titulada “De hilos cuerdas y tejidos”, en el 2012, cuando un paseante al mirar una de las aves de Samuel dijo a su hijo: “Deberían meter este lienzo en una jaula, en cualquier momento el ave se vuela”. Y alguien más, siguiendo el juego, recomendó que: “También debían de amarrar una de las agujetas de los tenis con la agujeta de otro tenis, así si camina, se tropezaría.” Esto me hizo recordar aquella anécdota de Miguel Ángel y su Moisés: en el momento cumbre en que lo terminó de esculpir, seguramente tras tomar cierta distancia ante él y maravillarse de su propia obra, lo que llamamos estado de infatuación, se acercó nuevamente y se hincó frente a su creación, le dio un golpe como para despertarlo y le reclamó diciendo: “por qué no hablas”. Sí, al Moisés de Miguel Ángel solo le faltaba hablar, lo mismo que a las aves y zapatos de Samuel volar y caminar. Pero como diría Octavio Paz: “El sueño de las cosas los hombres lo sueñan”.
Saber que la gran musa de Samuel fue siempre Adriana me hizo recordar el mito de Pigmalión enamorado de su Galatea. Eso es Samuel, un artista que nos remite a los grandes relatos del arte y del pensamiento. Larga vida a su obra.