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miércoles, mayo 8, 2024

David y la tamalera

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|Beatriz Meyer

 

Conocí en persona a David Huerta hace ya muchos años, por ahí del 2003. Tropecé con él a la salida de la oficina de DEMAC donde trabajé un tiempo, en un área de Profética. Iba acompañada del poeta Enrique Pimentel, que muy caballerosamente me ayudaba a cargar una descomunal tamalera destinada a apoyar a las mujeres reclusas del Cereso de San Miguel. Enrique y David se quedaron viendo, uno apenado, con la tamalera al hombro, y el otro muy divertido. Cuando me di cuenta, la ollota yacía en el piso y aquellos dos se abrazaban, contentos de haberse encontrado de esa forma tan divertida y accidental. David no paraba de hacer bromas sobre las nuevas formas de ganarse la vida de algunos poetas en Puebla, y Enrique, muy apenado, le seguía sin embargo las chanzas. Todo un espectáculo el intercambio de culteranismos en ese momento en el cual dos buenos amigos, que además eran grandes poetas, se encuentran, se reconocen, se halagan y se quedan de ver otro día, al más puro estilo de estas tierras.

Ignoro si Enrique lo volvió a ver en persona. Yo recuerdo haber asistido a algunas lecturas de su obra y entablar algunas conversaciones telefónicas, sobre todo cuando su esposa Verónica Murguía ganó el premio de literatura juvenil Gran Angular de 2013, con la novela Loba, que presentamos Sebastián Gatti y yo en Puebla poco después de su publicación. Siempre me dio la impresión, corroborada por otros amigos muy cercanos a él, de ser un hombre cabal, amable y gentil, pero sobre todo profundamente humano.

Como muchos lectores de mi generación y de mi colegio (estudié en el Colegio Madrid de la Ciudad de México), leí a Efraín Huerta, padre de David, desde que estaba en la secundaria. Para mí su poesía era el canon. Justo después de haber leído el poema “Las muchachas del alba” se me ocurrió la peregrina idea de llegar a ser algún día poeta. Me felicito de no haber concretado ese malhadado anhelo. Hoy soy muy feliz como narradora que lee poesía para satisfacer la necesidad de belleza y silencio en este cada vez más caótico mundo.

Mis acercamientos a la poesía de David estuvieron quizá prejuiciados o amparados por la huella que la obra de su padre dejó en mí y en mi generación. Así que debo confesar que, aunque no soy una experta en poesía, la lectura de Incurable me dejó la impresión de estar, sí, ante un poema mayor de la poesía mexicana, pero además frente un desplante de sabiduría literaria, amor por las palabras y una catarsis personal mediada por un aparato poético y filosófico que significa un arduo reto para cualquier lector.

No sé si es por costumbre o por genuina convicción que decimos siempre que la mejor manera de recordar a un escritor fallecido es leer su obra. Quizá la respuesta nos la da el propio David Huerta en “Regresos y peregrinaciones” un texto que forma parte de El vaso del tiempo, un conjunto de reflexiones publicado por la editorial Vaso Roto en 2017. Ahí el poeta decía que, además del “sentido conocido y común: ‘línea de escritura’, y más específicamente ‘sucesión de palabras gobernada por principios rítmicos y acotada por modulaciones prosódicas’”, la palabra verso, que proviene del verbo latino vertere (dar vuelta, girar), “contiene dentro de sí un regreso”. Podría ahora citar algún verso, alguna estrofa de su vasta obra, para hacerlo regresar a mi memoria, pero prefiero quedarme, simplemente, como muestra inigualable de su permanente vocación poética y amorosa, con la dedicatoria que inaugura ese volumen de ensayos: “Para Verónica Murguía, en todos los puntos de la Rosa”. Vaya para ella un sentido abrazo. Su pérdida es nuestra, los lectores de David, pero también es un golpe devastador a la esperanza.

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