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jueves, noviembre 21, 2024

Un solitón humano (rumbo a París 2024)

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Ante el azoro de sus padres, Takaishi llegó a la conclusión de que los solitones humanos existían, por lo que no podían pasar desapercibidos, nunca, mucho menos durante las jornadas de estío.  

Pero, ¿qué es un solitón?, preguntaron sus padres. “Una ola que viaja en línea recta sin perder velocidad”, respondió él. Lo miraron, atónitos. Él continuó: “se propaga sin distorsionarse, ¿me explico?”. 

“Esto no es una ola”, seguía cavilando en la pequeña sala de su casa, “ni esa ola es la misma ola”. Para sus progenitores estas ocurrencias habrían significado una hoja de té quemada, es decir, un rábano seco, si no hubiera sido porque Takaishi llevaba a cabo tales conjeturas a los tres años de edad.  

A los cinco hablaba de universos paralelos, donde otras ceremonias del té sucedían en una impasible realidad hilada con lo absurdo, lo meramente accidental y lo valioso, pues allí era posible charlar con esos árboles de hojas perennes, flores blanquecinas, un tanto amarillentas, acerca de sus secretos para resistir el paso del tiempo.  

En la cabeza de un niño de esa edad esto se traducía en burdos artefactos radiofónicos, globos inflados a pulmón, agua con aroma de azufre, trozos de papel etéreo recortados con extremo cuidado; animales en miniatura que su madre le había enseñado a doblar, a extender.  

Poco después, entrado en la adolescencia, encontró dentro de un libro con reproducciones de cuadros pintados por Vincent van Gogh tres boletos para ver una obra que llevaba por título La muerte de una parcela. Su madre era la benefactora. 

Invitó a dos de sus mejores amigos; su plan era atraerlos a fin de fundar el Club de los Solitónicos. Ninguno tuvo tiempo ni ganas de acompañarlo, sus compinches prefirieron atarse a su osito de peluche y chuparse el dedo hasta quedarse dormidos.  

Cuando ganó su primer campeonato local de natación, muchos de ésos quisieron renovar la amistad. Pero él se había transformado en un solitón que ya no se levantaba por efecto de los recuerdos, un solitón que son muchos solitones. Un tsunami nunca antes visto. De todos modos, no le importó, la obra resultó ser una bazofia y el club, de un corazón solitario. 

Todos tenemos nuestros propios temores, reflexionaba Takaishi. Albergamos la esperanza de que algún día, de buenas a primeras, desaparecerán. Si después de eso aún tenemos tiempo, ya no viviremos el resto de nuestra afortunada existencia con la angustia de pedir prestadas cronografías del horror que nos permitan recuperar trozos, no de lo que fuimos ni seremos, sino de lo que creemos ser ahora, cuando nadie se atreve a preguntar por qué la angustia te carcome. 

Solo un japonés, el mismo Takaishi, quiso indagar la causa. Comenzó por estudiar el oleaje de la alberca donde entrenaba. Escuchó el rumor sombrío del agua de una fuente. Arrojó piedras en los estanques koi a fin de ver dibujadas las ondas concéntricas, momentáneas.  

Meditó sobre lo que intentaba decirle en su singularidad el Gran Solitón. ¿Hay que poner atención a una esquirla acuosa que viaja sola, sobre una cama de mercurio? ¿Se trata de una onda en marcha, un borde que se desplaza en dirección de la inmortalidad?  

“Eres una onda que no está de pie ni viaja en ninguna dirección, menos hacia lo inmortal. Apenas satisfaces alguna inútil ecuación”, sentenció el Gran Solitón. 

Medio deprimido, visitó a sus parientes de las costas, donde la araña del silencio tejió para él un misterio. Permaneció días enteros en templos zen de Kioto, Sendai y Otsuki imaginando solitones, y la mejor manera de desplazarse a través de ellos, la técnica ideal para convertirse en un solitón humano. 

Admiró las enormes paredes oblicuas de agua, los risos, la espuma. Se zambulló entre las pausas, aprendió a escuchar los meandros, a sopesar los consejos de las personas mayores, pero no compró su manía por querer educarlo. La araña del olvido supo arrojar sus hilos inmemoriales. 

“Una mochila vacía no puede mantenerse recta”, escuchó cómo el dios de la pared lo amonestaba para, enseguida, tomarlo de los hombros, zarandearlo, advertirle: “Un nadador debe de tener nariz de batracio, pies de quelonio y culo de señorita”.  

Takaishi entendió la lección, pero ¿quién sabe mantener a flote su alma en la piscina de la vida?  

Así llegó a la vieja usurera Amsterdam, intentando reparar lo insalvable. Todo en él estaba desafinado, fuera de tiempo, sin espíritu dispuesto a sostenerlo. Se sentía, no obstante, peculiar, como si en sus pulmones se gestaran frases llenas de oxígeno: “¿Qué sucedió, amigos?, ¿por qué nadie tuvo tiempo de venir al teatro?”. 

Cuando se dio cuenta, los jueces estaban llamando a los finalistas de los 100 metros libres olímpicos, una prueba de nado diseñada para reventar corazones. Se acercó a su carril.  

La alberca se veía azul cobalto con ribetes plateados, ondulantes. Ahí estaba el portentoso Johnny Weissmuller y el imbatible István Barany. La imagen de Van Gogh, los universos paralelos, las diminutas turbulencias en el agua, todo se disolvió cuando se escuchó la señal de salida. Takaishi obtuvo bronce ese día, detrás del que sería el próximo Tarzán del celuloide en la pantalla grande y del flemático húngaro Barany.  

Fue el único japonés en conseguir treparse al podio esa ocasión. En cambio, las siguientes dos olimpiadas sus compatriotas conquistaron más de una docena de medallas. Quizás por eso a nadie le tomó por sorpresa que, después de la Segunda Guerra Mundial, todo lo que nos permitía pasar una feliz Navidad comenzara a fabricarse en Japón. 

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