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lunes, septiembre 16, 2024

Travesuras numeradas

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Cada vez que escucho a alguien tratar de interpretar mediante guarismos el azar que domina el destino o de empeñarse en entender la existencia de los números primos, recuerdo el caso extremo, dulcemente dramático del tío Petros y la conjetura de Goldbach. Para enterarnos del asunto podemos leer la novela de Apóstolos Doxiadis que lleva el mismo nombre, publicada en 1992.

Uno de los aspectos más apasionantes en esta materia surge cuando Euclides demostró que la cantidad de números primos es infinita, de manera que los matemáticos han empleado mucho tiempo buscando una prueba para precisar si un número dado es primo o no, aunque a la fecha aún no se haya encontrado una demostración aplicable a todos.

El monje francés Marin Mersenne y el aficionado a las travesuras numéricas, Pierre de Fermat, tuvieron medios, desconocidos hoy en día, para reconocer números primos. Cuando la realidad es tan evasiva y, al mismo tiempo, contundente; tan pequeña, delicada y en continuo movimiento que no existe método matemático ni instrumento tecnológico que pueda captar su imagen ni su significado, entonces recurrimos al arte, esa entelequia que nos ofrece una ilusión, una sensación o, quizás, consiga despertar un sentimiento, una idea.

La pintura es una paradoja que se burla del sentido común y nos produce un espejismo, consuma su engaño ante nuestros propios ojos. ¿Qué es, sino el bullicio de los números que se agolpan en la cabeza y se trasminan en busca de realidad?

Durante el siglo XIX se dio un encuentro importante con las milenarias culturas orientales que concebían el espacio, el tiempo y la luz de manera muy distinta a los artistas y científicos de Occidente. Mientras que para estos se trataba de la nada abstracta, para la filosofía zen, por ejemplo, era un vacío lleno de posibilidades. Ante la mirada homegeneizadora del espacio euclidiano que nunca cambia, el punto de vista oriental sugería la existencia de un ámbito en constante evolución.

Los entusiastas y panegisristas de esta forma de mirar el juego de los números incrustados en el arte se entusiasmaron de tal forma que llegaron a afirmar que en la mirada occidental el espacio era una cosa muerta, inerte; por el contrario, en la colina oriental adquiría características orgánicas, oníricas.

Si bien los pintores paisajistas de la antigüedad china no descubrieron la perspectiva lineal, desarrollaron un esquema coherente para organizar el espacio; en lugar de colocar el punto de vista en algún lugar fuera y enfrente del lienzo, como lo hacían los artistas occidentales, dejaron el punto central dentro de la escena. Un ejemplo es Paisaje brumoso, atribuido a Kano Tanyu (1602–1674).

Cuando el arte japonés que llegó por primera vez en los barcos comerciales a los puertos europeos entre 1860 y 1870 cayó en manos de Manet, Monet, Degas, Gauguin y Van Gogh, la influencia fue intoxicante, permeó todo lo que ellos habían aprendido hasta entonces, potenciando sus estudios informales sobre óptica, teoría de la luz y naturaleza del color. La variedad de detalles y claves visuales en los paisajes chinos, que obligan al espectador a encontrar las conexiones faltantes, concuerdan más con el espíritu científico de la época; el experimentador no es considerado ya elemento inocuo e independiente del experimento, sino un factor que lo modifica sin remedio.

El paisajista oriental suponía ya en el siglo XV, como dije antes, que el espectador es invitado a permanecer junto con el artista dentro del paisaje y no en un lugar del exterior, por lo cual resulta innecesario crear un punto de vista privilegiado y estático.

Así lo hace Katsushika Hokusai en Las treinta y seis vistas del Fuji (hacia 1830), quien se adelanta a la visión múltiple que Cézanne tuvo del monte Sainte Victoire y a la explicación formal de la relatividad einsteniana setenta años después.

Al igual que sucedió con el arte oriental, el cubismo rompió con la perspectiva renacentista y comenzó a mirar los objetos y cuerpos en forma relativa, sin privilegiar ninguno. Hacia 1910 dos jóvenes pintores cubistas, Albert Gleizes y Jean Metzinger, intentaron explicar esta relación entre arte y ciencia en un ensayo, Du Cubisme, en el que muestran algún conocimiento de la geometría no euclidiana, en particular la de Riemann.

Sin embargo, sabemos bien que fue Picasso el que menos se ocupó de estos nuevos descubrimientos en matemáticas y en física, y quien mejor los expresó, por ejemplo, en cuadros como Las muchachas de Avignon (1907) y Ma Jolie (1911).

Vale la pena hacer notar los cambios drásticos que sufrió Picasso, si observamos cuadros escolares, inspirados en un clasicismo convencional como Ciencia y caridad (1896), o bien homenajes a los impresionistas como Mujer de azul (1901), y a Brunelleschi en Mujer desnuda (1921).

Los precursores del cubismo, Monet y Cézanne, quienes ya creían en la simultaneidad del suceso pictórico, alejándose un poco de la tradición occidental, fueron llevados más allá cuando Braque y Picasso tomaron las series de instantáneas temporales que Monet pintó y las combinaron con la multiplicidad de puntos de vista empleados por Cézanne en sus naturalezas muertas. El imperio del sueño se abría frente a ellos.

Una vez liberado el arte de la necesidad de generar una reproducción fiel de la realidad externa, impuesta desde el Renacimiento, la forma de concebir lo que es bello, lo que es ilusorio y lo que es real cambió de manera profunda tanto en el gran arte como en el arte popular. Las travesuras numéricas se transformaron en un espectáculo donde había
que comprar un boleto numerado para entrar.

La profundidad de campo fue glorificada por los pintores renacentistas, mientras que los modernos prefirieron aplanar la perspectiva, corriendo presurosos detrás de la realidad cambiante. Aquellos que vinieron después del cubismo, como Kandinsky, Malevich y Mondrian, eliminaron por completo la noción de profundidad en su obra; la ilusión de la
perspectiva fue condenada al olvido. Los números siguieron su marcha.

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