Referirse a este género humorístico nos lleva de manera obligada la obra de Aristófanes (444-385 antes de nuestra era, ane), en particular, a La asamblea de las mujeres. Con él, la Antigua Comedia da rienda suelta a un flujo cómico de sucesos oníricos e ilusiones realistas. En sus postreras obras Aristófanes acusa una marcada transición a otro tipo de obra burlesca, la llamada Comedia Intermedia, cuyas características principales son la participación menor del coro en un espacio donde ningún actor permanece inmóvil. Hay una transformación del tejido espacio-temporal a fin de capturar nueva luz.
A principios del siglo III ane Menandro inaugura la Nueva Comedia, cuya característica principal es que ya no habla tanto de dioses y héroes, sino de gente ordinaria. Cualquier persona de carne y hueso es objeto de burla, no solo los personajes legendarios. Así lo confirman posteriores adaptaciones latinas, como las de Terencio y Plauto, quienes recuperan tales elementos, los cuales, a su vez, continúan apareciendo en la Edad Media y alcanzan la época moderna.
Los trabajos de Platón y Aristóteles en el siglo IV de nuestra era (dne), fundamentales para moldear el pensamiento occidental, tienen su origen en estos acomodos históricos de la lengua y su expresión literaria. Un siglo más tarde, en pleno apogeo de la retórica y la oratoria, Corax de Siracusa enseñó dichas disciplinas, basadas en el razonamiento más bello, con el objeto de encontrar verdades y dilucidar dilemas morales. Por ello se volvió asunto tanto de doctos como de políticos. Uno de sus principales exponentes fue Isócrates. Los discursos de Demóstenes, estadista griego del siglo IV dne, son un ejemplo de entusiasmo oral y fuerza argumentativa.
En el siglo V dne Píndaro, el más grande de los líricos coralistas griegos, dedicó su pluma en el espléndido idioma iónico-ático a insistir en viejos temas aristrocratizantes. La prosa griega alcanzó su madurez en ese momento con los escritos filosóficos de Anáxagoras, los sofismas de Protágoras y los relatos históricos de Herodoto, todos escritos en el idiolecto iónico, mientras que los sucesores de este último, Tucídides y Xenofonte, lo hicieron en ático. La forma determina el fondo. Los parlamentos, por ejemplo, se hallan en este idiolecto, mientras que los coros se servirán a veces del dórico o del jónico.
Al periodo clásico le siguió el periodo helénico y, más tarde, el greco-romano. En el vasto imperio alejandrino gobernaban macedonios y griegos. Si bien el griego se convirtió en la lengua dominante de la administración pública, la manera de concebir el espacio, el tiempo y la luz se latinizó con los poemas de Livio Andrónico. Los versos fesceninos, la fábula atelana, la aparición del mimo y su manejo del espacio-tiempo y la luz fueron vitales para su continuidad hasta nuestros días. Los versos fesceninos, inventados en la ciudad de Fescenio, eran expresiones subidas de tono, burlonas y absurdas, que los romanos declamaban en jolgorios, como enlaces nupciales, fiestas de las cosechas, incluso en las marchas triunfales. El propósito de estos versos, además de hacer reír a la concurrencia, era evitar que los dioses, envidiosos de la felicidad humana, les provocasen algún mal.
En cuanto a la fábula o farsa atelana, surge en ella del deseo popular de burlarse de casi cualquier situación. El espacio puede enfrentarse, moldeándolo con barro producto de lo ilógico y grotesco. Es importante aclarar que son fábulas no porque los personajes fuesen animales humanizados, como sucede con el frigio Esopo (620-560 ane), el latino Fedro (20 ane-50 dne) y, siglos más tarde, con Jean de la Fontaine (1621-1695), sino por su carácter histriónico, el cual acontece en un espacio y tiempo determinados.
Así surgen las fábulas cothurnata, tragedias de inspiración griega en las que el espacio vuelve a transformarse, aunque el escenario y el argumento se remonten a la antigua Grecia. Deben su nombre a las cothurnes, botas que los actores usaban en tales representaciones y se anudaban sobre la parte delantera de la pantorrilla. Un autor sobreviviente fue Livius Andronicus (alrededor de 240 ane), si bien solo se conservan los títulos de ocho de sus obras, así como algunos fragmentos. Por su temática cercana al ciclo de Troya y al de Tebas, podemos suponer que eran versiones de las tragedias atribuidas a Esquilo, Sófocles y Eurípides. De otros autores, como Nevio y Ennius, apenas se conocen fragmentos de su trabajo. La fábula praetexta, alternativa a la cothurnata, pues su argumento era romano, comenzó a representarse cada vez más. Deriva su nombre de la praetexta toga, es decir, la franja púrpura que era usada por adolescentes, magistrados y sacerdotes latinos.
Sabemos que hubo autores que prefirieron escribir fábula palliata, esto es, comedias de temática griega. Llamadas así por el palio, nombre latino que se le asignaba a la capa griega o himation, resistieron el paso del tiempo obras de Tito Maccio Plauto y Publio Terencio Afer. Una aportación importante del primero fue haber tomado diálogos griegos, que estaban escritos en yámbicos, y convertirlos en escenas musicales regidas por diversas métricas. El segundo solía combinar dos obras, creando su propia versión. Se sabe que a esta fábula palliata le siguió la fábula togata, es decir, obra de teatro con toga romana, pero no sobrevivió ninguna de ellas completa, pues solo se conocen fragmentos. Como quiera que sea, fueron las comedias de Plauto y Terencio las que influyeron el arte de la representación fugaz a lo largo del medioevo y hasta el Renacimiento. Así que una de las mayores riquezas de la tragedia consistió en permitir que espacios antiguos fueran examinados bajo nueva luz.
Entre el año 4 ane y el 65 dne vivió Lucio Anneo Séneca, quien en sus Cartas a Lucilio realiza otra vuelta de tuerca en el discurso: no es la burla lo que nos hace mejores, sino la búsqueda de la sabiduría. No obstante, Luciano de Samosata (125-192 dne) insiste en utilizar el escarnio como una forma de abrir las puertas del conocimiento sabio en Historia verdadera de Luciano. Antes, Tito Lucrecio (99-55 ane) había propuesto un giro de 180 grados, al abordar espacio, tiempo y luz como un mirón que consigna a vuelo de pájaro el mundo interior, atómico, en De la naturaleza de las cosas. Siglos más tarde, Agustín de Hipona (354-430 dne) discurriría, perplejo, en La ciudad de Dios, sin vislumbrar dicha realidad atómica inherente, escondida, apenas percibida.