El conserje etéreo se acercó a preguntar tímidamente si necesitaban alguna otra cosa antes de subir a su habitación del hotel que ella había elegido por su ambiente chic. Intentó fijar la mirada en algún punto cercano al rostro del empleado difuso.
¡Por qué demonios no se deja enforcar! ¿Está sellado, licuado? ¿Es de heno, de algas relleno? The Tide Is High. But I´m Moving On. Don´t Hesitate ´Cause I Have A Picture of You In My Case. Por fin las palabras dejaron de bailar en su lengua, se transformaron en materia dispuesta:
–Una coba de pino, si no es mucha molestia.
Acto seguido, se dejó caer en los brazos de Hicks,
su acompañante, quien ahora pensaba que era más
fácil construir dos chimeneas que mantener una encendida.
–Ni una copa de vino más –sentenció él–, no por
esta noche.
–Anda –insistió ella, como si en lugar de lengua
tuviera un trapo atorado, revuelto entre los carrillos–, una coba más y ya, ¡el pino es balsámico!
–Y alérgico para algunas personas –replicó él.
Ella echó a reír. Creyó ver globos arbóreos iluminados de rojo frenesí.
Hicks y el conserje cruzaron miradas, como diciendo: “¡Qué remedio!” El empleado vaporoso la tomó de un hombro y Hicks del otro. Entraron los tres en el ascensor de hierro forjado. Ella escuchó el crepitar del metal en lo más profundo de los huesecillos que residían en el interior oscuro de sus pequeños oídos.
Al cruzar el umbral de la habitación Hicks despidió al conserje con una generosa propina. Luego se sentó un momento en el piso, junto a ella, admirando su lozana belleza. Respiró profundamente, terminó de arrastrarla hasta la cama. Se dedicó a desnudarla con
delicadeza, a abrazarla por la espalda tomándose su tiempo, a besarla en el cuello para excitarse sin prisas.
No se habían topado desde la velada de clausura de los Juegos Olímpicos de Estocolmo en 1912, cuando ambos celebraron sus respectivas medallas áureas, ella de 200 metros nado libre y él de pentatlón moderno, especialidad que se incluía por primera vez en las justas olímpicas modernas. Esa noche la hizo suya antes de que se pusieran de collar la
lengua, cuando apenas habían terminado la segunda botella de un Lambrusco de mala procedencia.
Tampoco esperaba volver a verla, pero, varios meses después, al llegar una tarde del entrenamiento encontró debajo de la puerta un mensaje suyo. Cuando se vieron, ella aprovechó cualquier pretexto para recordar la ocasión aquella, a orillas del río Missouri,
cuando durante la Olimpiada de Saint Louis, en 1908, él, pentatleta consumado, decidió inscribirse en la carrera de maratón. Una locura, a todas luces, y ella no estaba dispuesta a seguir adelante con un tipo imprevisible. Terminaba sugiriéndole que pensara bien
lo que hacía, que una casa sin mujer ni chimenea era como un cuerpo sin espíritu, un alma en pena. Su memoria transportó a Hicks al momento en que estaba por completar los primeros diez kilómetros; se sentía el más fuerte, como si hubiera sido uno de aquellos que pudo vencer sus vicios y flaquezas.
Luego las musas lo abandonaron. A punto de hacerse el favor de negarse a sí mismo y frente al público, insistió.
Alicia Roosevelt tendría ahora a alguien a quien premiar, besar y abrazar. Alguien con quien compartir las sonrisas del público, reflexionó ella. “¿No te das cuenta?”, lo espetó ella, “fuiste uno que hizo honor al comercio mundial y a los rasgos de las naciones olvidadas, sin ánimos de ofender a la indiada y, desde luego, sin ganas de hacer chapuza… Pero
te pusiste de pechito, cariño”. El recuerdo de aquella ocasión regresó a la cabeza de Hicks. Antes de que le sucediera lo que a Lorz, quien de pronto se había desplomado algunos kilómetros antes de entrar en el estadio, sus entrenadores decidieron suministrarle un revulsivo original, como nadie se imaginó preparar en las lomas escocesas colonizadas por sus ancestros vikingos.
Dicho remedio incluía un par de huevos crudos frescos, mejor si habían sido puestos esa mañana, muy bien batidos y mezclados con pizcas de sulfato de estricnina. Semejante menjurje le permitió adquirir la urgente necesidad de encender la marcha, así que corrió como un demonio más de un kilómetro.
Luego comenzó a tener alucinaciones. Veía a su amada vestida de bruja, montada en una coba de pino, es decir, en una escoba que lo rescataría, elevándolo por los aires perniciosos de Saint Louis y le permitiría avanzar exento de dolor en las piernas, si bien lo que ya no lo dejaba correr era una especie de pequeño fogón en el estómago. Los entrenadores
se apresuraron a acercarle una cantimplora llena de whiskey mientras trotaba incierto. Dos kilómetros adelante pensaron que, por si acaso, sería bueno que tomara una segunda dosis del remedio escocés. Y más whiskey.
A lo largo del camino final imploró algo de ese milagroso “agilizador” que a su amada le habría fascinado.
Así se apareció en el estadio, dispuesto a completar la última vuelta a la pista antes de subir al podio. Sin embargo, en medio del clamor y los aplausos de los invitados especiales, resbaló a lo profundo de sí mismo, barriendo con las pestañas la tierra de la pista,
cumpliéndose el adagio antiguo, según el cual siempre habrá uno más que muerda el polvo.
Puedo garantizarles que, en ese instante, tanto el Hicks que estaba muy escondido dentro de sí, suspirando por el Valhalla, como el que se hallaba tirado, babeando, sin olvidar al que tocaba las puertas de san Pedro, los tres suspiraron como si fueran uno por una coba de pino más junto a la campeona de natación con la que ahora pasaría la noche en ese hotel de ambiente chic, y en otros más