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jueves, noviembre 21, 2024

Para remontar Montmartre

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Hace algún tiempo hice amistad con el arquitecto franco-peruano Enrique Ciriani, ganador del Gran Premio de su especialidad en Francia, en 1983. Caminé con él por sitios muy conocidos de París, donde me hizo observar detalles que pasan inadvertidos para los turistas y visitantes de la ciudad, incluso para la mayoría de sus habitantes. 

Un buen día me llevó al Instituto del Mundo Árabe, bello edificio plateado que se localiza en Jussieu, a fin de contemplar Montmartre desde la terraza. Construido en 1987, se trata de uno de los primeros edificios en utilizar tecnología de punta a fin de controlar el paso de la luz natural, como si se tratase de retinas a lo largo y ancho de la fachada. El espectáculo era inmejorable, pues fuimos de mañana, cuando los rayos de sol bañaban sin pudor la silueta de la iglesia blanca del Sagrado Corazón que a lontananza veíamos en la cima de la colina más elevada de París. 

 Luego me condujo hasta el último escalón de las escaleras tubulares, transparentes del Centro de Arte Pompidou, en Beaubourg, a fin de echarle un ojo desde ahí al Gran Arco de la Defensa, que parece estar flotando a la distancia. Lo hicimos a simple vista y asistidos por unos catalejos. Los turistas en tropel pasaban sin siquiera mirarnos, pero no todos. Algunas personas curiosas nos preguntaban qué veíamos con tanto interés. Enrique las invitó a descubrirlo con sus propios ojos. Todas quedaron sorprendidas, incluso complacidas. 

Otro día remontamos ese monte glorioso dedicado a Marte, donde los impresionistas se dedicaron a trabajar de tal manera las luces y las sombras que los colores solo aparecían en la retina de los espectadores. Allá arriba en Montmartre entendí por qué si nos acercamos a sus cuadros, solo percibiremos una serie caótica de pinceladas, pero cuando uno se va alejando surge la impresión de algo armonioso y bello.  

Por cierto, desde el gran reloj inhabilitado del Museo de Orsay, que funciona ahora como ventanal hacia el río Sena, puede admirarse a lo lejos Montmartre y el Sagrado Corazón iluminado. Como se sabe, este museo conserva una buena cantidad de cuadros pintados por los impresionistas. 

Los temas de los que se ocuparon dichos creadores son fieles a su condición y nos muestran una sociedad industrial, orgullosa de su triunfo. La ruptura de una tradición estaba en ciernes. Conforme fueron imponiéndose en Europa occidental los descubrimientos científicos y los avances tecnológicos, las ciudades crecieron y la vida se hizo más fragmentada.  

Hacia 1650 se había producido en Europa occidental una nueva revolución agrícola. Las personas adquirieron individualidad, ciudadanía, y los artistas no hicieron más que mostrar este drama de expresión subjetiva. Las personas, los santos, la familia sagrada nacen de cierta manera, sueñan, se van de este mundo. ¿Cómo sería en el porvenir? ¿De qué manera había que representarlo? 

El filósofo francés Jean-Jacques Rousseau rechazó los valores de la sociedad civilizada, mientras que el poeta inglés William Wordsworth abandonó un lenguaje idealizado por la expresión popular y el alemán Goethe reconoció que en el acto creador no existía ningún agente o impulso externo al artista; por el contrario, era el propio inconsciente el que estaba actuando.  

Una necesidad urgente de buscar más allá de los canones clásicos y renacentistas condujo a lo que se llamó primitivismo, tendencia que predominó entre fines del siglo XIX y principios del XX. Vincent van Gogh se entusiasmó por los grabados y las tintas japonesas, mientras que Gauguin se hizo famoso por sus viajes, especialmente a islas exóticas, siempre buscando ambos lo “primitivo”. 

Matisse aseguraba que cuando los medios del arte se vuelven tan refinados que se difumina su poder de expresión, entonces tenemos que regresar a los principios esenciales sobre los que se ha construido el lenguaje humano. Había que aprender de nuevo a soñar, a pintar, a mirar. 

Notables son también las series de Claude Monet (las Ninfeas, por ejemplo), obsesionado por capturar todas las posibilidades cromáticas, las más leves mutaciones de luz de una sola vista. Otra serie famosa es la de la Catedral de Rouen, de la que pintó al menos cuarenta interpretaciones. Se trataba de nuevas formas de soñar la realidad. 

La nueva física que prefiguraron James Clerck Maxwell y Michael Faraday, continuada por Ernest Rutherford, Neils Bohr, Paul Dirac, Marie Curie y Albert Einstein, entre muchos otros, también causó una revisión profunda de los fundamentos de la física clásica, esto es, galileo-newtoniana.  

En 1905 Albert Einstein habló de los fotones como entidades reales. Nuestro concepto del espacio, el tiempo y la luz, tal como lo concebían Galileo y Newton no había cambiado desde entonces. Después de 1900 se confirmaron nuevas ideas con respecto a la materia y la energía, lo cual originó otras interrogantes y novedosas respuestas.  

Cuando apareció la fotografía, en la segunda mitad del siglo XIX, se creyó que era el fin de la pintura. Ahora, casi 200 años después (Niépce accionó su artefacto por primera vez en 1827), sabemos que no fue así, sino que cada una de estas expresiones humanas tomó un nicho en el gran mercado del arte. La complejidad de la vida a principios del siglo XX y los enormes progresos para muchas sociedades en amplias zonas del mundo generaron nichos comerciales, animados por quienes deseaban seguir promoviendo artistas, como lo habían hecho los grandes mecenas de Florencia quinientos años antes.  

Es imposible dejar esta cima llena de artistas callejeros y entusiastas que desean admirar el atardecer desde las prolongadas escalinatas, afirma Enrique Ciriani, y pasar de largo por los viejos establecimientos donde los habituales, entre ellos algunos impresionistas en su momento, suelen tomar sidra bretona.  

Allá adentro ya no están los pintores de la luz en breve pausa, aunque sí los empedernidos, un pianista de jazz que ejecuta a Bill Evans, a Thelonious Monk, a Charles Mingus; un hombre solo, ensimismado, que se levanta cuando una mujer entra y se abrazan; una pareja de turistas que se besan para tomarse una fotografía, y luego pintan un corazón de un milímetro cuadrado sobre una pared en la que no cabe un pensamiento más.  

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