La hipótesis del neurocientífico Stanislas Dehaene sobre la naturaleza intrínseca que impele a todas las especies con sistema nervioso complejo a matematizar el mundo a su alrededor es elocuente, si bien no contundente. Algunos investigadores ponen énfasis en la relativa facilidad, ancestral, de reconocer, antes que nada, las diferencias. Observar la existencia de semejanzas entre distintos objetos o seres animados es algo más sutil y elaborado, pues implica tener conciencia del concepto de unicidad. No es fácil comprender que existen objetos y plantas únicos, muy diferentes entre sí, los cuales, no obstante, comparten algo en común: el color verde. Tampoco es trivial entender de manera cabal el hecho de que un conejo, solitario, que ha cruzado veloz por el bosque, comparte otros atributos con miles, millones de conejos más. El pensamiento matemático, de hecho, potenció el desarrollo y la riqueza lingüísticas. Consideremos el número dos: la idea de pareja, el accionar del dúo, la existencia del binomio, la consistencia del par. Tampoco es coincidencia que diversas culturas antiguas representaran claramente el uno y el diez, pues su relación con los dedos de las manos y los pies es obvia.
Sin embargo, existen otros datos. El descubrimiento de una tribu en el Amazonas, los Pirahà, cuyos miembros no distinguen más allá del tres, si bien son saludables física y mentalmente, nos indica que contar, hacer matemáticas, quizá no sea algo propiamente genético, sino adquirido. Todos contamos con bases dispuestas para su desarrollo, pero éstas no se disparan de manera automática. Hay que “trabajarlas”, detonarlas. No es algo que surge de manera natural, sino que es una mezcla de invención y azoro. Descubrir el significado de la circunferencia y el número Pi, y sus implicaciones, exige un gusto estético, no una mera necesidad atávica. Inventar sistemas binarios, lo mismo.
Los números surgieron en las cabezas de los homínidos y luego comprendieron que les daba acceso a entender patrones “matemáticos” en la naturaleza, como la circunferencia y el diámetro de un círculo. Eso acarrea una emoción gozosa. Sin números les hubiera sido imposible descubrir proporciones como el radio de un círculo. Desde entonces llevamos a cuestas una necesidad y, al mismo tiempo, un gusto por cuantificar. Sin los números jamás habrían llegado sondas a Marte y más allá. Sobre todo, sin ellos no habríamos aprendido el valor del relato, ni nos habríamos enfrascado en la búsqueda del movimiento perpetuo. La ficción literaria descansa en el pensamiento matemático y lo trasciende, se encamina al reino del cotilleo o chisme y ahí prospera. Así me lo dijo en alguna otra conversación el historiador Yuval Noah Harari, quien debido a sus ideas sincréticas, hipermodernas, provocadoras, ys su tremendo éxito gracias a su elocuente pluma, ha sido severamente criticado por investigadores que lo acusan de extrapolar hipótesis y teorías científicas.
¿Dónde da inicio el relato? En la necesidad inmemorial de contar objetos, personas, sentimientos, mentiras, chismes. Las contradicciones, los chismes, ¿son motores de cambio creativo?, le pregunté. Harari los llama disonancia cognitiva. Hay la tendencia a pensar que la Historia es coherente y que las cosas encajan más o menos de manera lógica. Pero no es así, siempre hay contradicciones. Hoy en día creemos en la libertad y en la igualdad. No obstante, se contradicen, pues mientras más libertad hay, menos igualdad tenemos en una sociedad y viceversa. Pero esto no es malo en sí, asegura Yuval, es una chispa para echar a andar la creatividad humana. El arte es una cadena de contradicciones entre la luz y la oscuridad que acontece en el tiempo y el espacio. En cuanto a los chismes, pensamos que son algo insignificante y sucio, que deben ser ignorados. Pero en realidad son ingrediente esencial del comportamiento humano. Somos animales sociales y vivimos bajo constante escrutinio. Todo lo que hacemos está calculado en función de la confianza o la desconfianza hacia nuestros semejantes. Si sales a cazar, dependes de tus compañeros; si te enfermas, debes confiar en alguien que te cuide. Y esto solo se sabe hablando de los demás: ¿quién es mi amigo?; si aquel es amigo de mi enemigo, ¿debo también cuidarme de él? Así que necesitamos una gran cantidad de información social y el chisme es el vehículo que hemos utilizado durante miles de años.
De hecho, hay quienes piensan que significó un estímulo determinante en la sofistificación del lenguaje hablado y escrito. La comunicación humana no evolucionó para hacer arte, filosofía, matemáticas y leyes, sino para chismear sobre otros miembros de la comunidad. Incluso hoy en día mucha investigación académica se hace de esta forma, afirma Yuval. Según él, si ves a dos historiadores reunirse en el descanso a tomar un café, unos minutos intercambiarán opiniones sobre la Revolución francesa y la Primera Guerra Mundial, pero enseguida pasarán a cotillear sobre la colega de no mal ver que ha roto con su pareja o sobre el profesor que decidió publicar sus ideas equivocadas. Mucha gente piensa que esa es la manera más disfrutable de usar el lenguaje. La teoría económica y la física nuclear pueden dormir al público, pero si alguien cuenta chismes sobre la bolsa de valores bursátiles y los enredos sentimentales de los científicos el ambiente se anima de inmediato.