La acción, la aventura, la exploración de tierras ignotas, la rebeldía ante las deidades, sin importar cuánto dure la travesía ni los cambios de ritmo, no son la única fuente inspiradora de la tragedia de la Antigüedad clásica. No serán La Ilíada y La Odisea la única cesta donde caigan las migajas que conformarán las tragedias de aquellos que el eco de la historia nos ha permitido conocer, en palabras del sabio Ángel María Garibay. Si bien Homero se encargó de tejer ancho y profundo, donde cabe todo, o casi todo asunto humano, hay canastas discretas en las que el avezado puede meter mano. Una de ellas corresponde al espacio amoroso, dimensión que, además, nos recuerda la precariedad de la volición humana y su inexorable camino hacia la muerte.
Por lo que se ha rescatado de ese espacio casi insondable, fue Eurípides quien se detuvo con cierta acuciosidad a considerar el suceso erótico-amoroso en sus obras, si bien existen noticias de que Esquilo también escribió alrededor de tales conflictos emocionales que persiguen a los humanos. Alcestis, Medea, Fedra, Andrómaca ocupan un lugar en el espacio, son testigos de su tiempo y arrojan luz sobre los desafíos y adversidades que les ha tocado enfrentar. Lo mismo podemos decir de Sófocles. Baste recordar el personaje de Antígona para darnos cuenta de que, sin ser el tema central de sus obras, los tres autores comprendieron la necesidad de explorar los sitios, los momentos, los claroscuros por donde transitan el amor y el deseo sexual.
Ejemplo sobreviviente al descarado paso del tiempo son Las Traquinias, atribuida al mismo Sófocles. El desdichado Hamón, cuyo amor por Antígona se ve frustrado, asesina a Creonte, su propio padre. Solo resta cantar un sentido himno divino. Eros es irresistible, pero he aquí que lo que antaño se atribuía a los dioses, ahora sabemos que está gobernado por moléculas bioquímicas, disparos hormonales condicionados por el entorno. Emociones gobernadas por francotiradores moleculares nos abren posibilidades inéditas al considerar los orígenes de este auge narrativo. Sófocles, testigo y actor de la transición social de una oligarquía rancia a una democracia incipiente, que culminaría con el gobierno de Pericles, escribe defendiendo la antigua tradición, si bien reconoce que las clases populares también cantan.
Un trastocamiento similar, en este caso del tiempo, es el que Sófocles asigna al personaje Deyanira. Vemos aparecer el chisme como motor de la creatividad humana. Llama la atención la manera en que el autor conduce a Heracles a una muerte “femenina”, mientras que ella deja este mundo en forma viril. No son los celos, parece decirnos Sófocles, los que conducen los actos de Deyanira, sino la defensa de lo que es de su propiedad. Es la conquista y la reivindicación de su espacio emocional como mujer. Aquí vale la pena destacar el papel de los oráculos, quienes determinan los cortes en el tiempo, los sucesos que darán un golpe de timón en la vida de los personajes, en este caso anunciando el fin de Heracles, incapaz de entender que ya no es un jovencito y es imperante aminorar el ritmo de vida. Por el contrario, comete errores impropios de su posición social y tradición moral que lo conducen a una muerte infame, dolorosa.
Sófocles enfatiza en que la mayoría de las personas carecen de sabiduría, desprecian la verdad por ignorancia, engaño y pereza. En diversas escenas observamos cómo juicios precipitados ante rumores inciertos e informes adversos, aunado a un optimismo iluso, conducen a la tragedia. Alguien admirado, temido, toma una decisión equivocada, lo cual desencadena una serie de augurios sombríos, escenas de heroísmo inútil, el sendero de la ruina. Cuando se trata de mostrar las secuelas de los actos cometidos por el admirado semidios y sus seguidores, neutrales y enemigos, Sófocles prescinde de la trilogía esquiliana y concentra todo el poder de la acción en una sola obra.
Con Eurípides (Las Troyanas) el coro alcanza su mayor refinamiento y autonomía, desgarrando el tiempo de manera a veces imperceptible, en ocasiones de un golpe. Incluso podría omitirse sin que la acción pierda su dramatismo, pero no para desaparecerlo. De hecho, algunos coros por sí mismos pueden considerarse obras independientes. Según los estudiosos de Eurípides, esta es la razón de que su perfecta contextura mantenga la belleza, al tiempo que sacude el ritmo de la tragedia.